viernes, 28 de octubre de 2011

PRISION PREVENTIVA, PERO ANTES, SEGUNDA OPORTUNIDAD

   Quisiera hilvanar algunas reflexiones acerca de una reciente nota periodística realizada a la Sra. Jueza Penal de ler. Turno de Tacuarembó Dra. Virginia Ginares (“El País”, 9.10.11) en la cual da a conocer la forma cómo se están aplicando en ese Departamento  las medidas sustitutivas de la prisión preventiva en los casos en que el delito imputado admite prescindir de ella. Por las transcripciones que haré a continuación, creo que no sería aventurado afirmar que estamos en presencia de una jurisprudencia renovadora y de alto contenido humanitario en sus fundamentos. En mi sentir, merece los honores de la pública alabanza, aunque ellos provengan de la humildad de mi pluma.
   En sustancia, la Jueza Dra. Ginares, sin decirlo, se rebela contra esa práctica constante de aplicar la prisión preventiva a procesados primarios cuando ésta bien puede ser evitada mediante la imposición de medidas sustitutivas, particularmente cuando vemos que en la actualidad aquélla se ha intensificado en su aplicación, a veces con inocultable fruición por parte de jueces y fiscales. Contra ella, levanta el criterio que denomina de la “segunda oportunidad” ante el primario que ha caído, percepción generosa y humana del drama que significa para el hombre honrado el mero hecho del procesamiento, con la inevitable  carga  de oprobio y aflicción que pone en el alma de quien debe sufrirlo.
   Dice con palabra sabia la jueza Ginares: “La decisión no es solamente mía, sino que está la solicitud del Ministerio Público, que es la Fiscalía. A veces, según la situación, se tienen en cuenta los límites que nos impone la ley, las características del delito y de la persona que es indagada y en función de eso se trata de ver que ese procesamiento no sea solo un papel, sino que tiene que ser un disuasivo de repetir esa conducta”.  Y más adelante precisa conceptos: “Nosotros buscamos que el procesamiento sea un aprendizaje, aspiramos a que esa persona no repita la conducta y entonces, en los casos de delincuentes primarios –el que, por ejemplo, robó una bicicleta en una zona rural- se pueda tomar esa medida porque el impacto en esa comunidad es distinto. Nosotros vemos delitos que no ameritan procesamiento (con prisión, obviamente) por las características de ser un delincuente primario, o el hecho que tiene trabajo o familia que depende de él, o que el delito se explica por el abuso de consumo de alcohol, entonces dentro de esa variable de cuestiones humanas que se presentan, nosotros elegimos una que conduzca a algo y por eso se les impone trabajo comunitario o asistencia a Alcohólicos Anónimos”.
   En definitiva, se trata, según el propio texto que comento, que “con la resolución judicial la fiscalía y el juez buscan que algunas personas que cometieron un error y que previo a eso no tenían legajo judicial, tengan una segunda oportunidad. Pero para ello deberán cumplir primariamente con las medidas impuestas y que demuestren arrepentimiento”. Justicia es  mencionar, además, a los fiscales que acompañan esta removedora jurisprudencia en materia de prisión preventiva y a quienes la Dra. Ginares define como “vanguardistas y mujeres con mucho criterio”: Renée Primiceli y Silvia Méndez.
    La nota es mucho  más extensa y rica en conceptos novedosos, pero lo sustancial está dicho en las transcripciones que anteceden. ¡Y qué bien dicho! Puesto a hurgar en esa riqueza, estimo de particular interés encarecer a la consideración pública dos principios que aparecen como rectores de la que bien podría llamarse, desde ya, “teoría de la segunda oportunidad”.
   En primer término, la revalorización del contenido aflictivo que supone por sí mismo el mero acto del procesamiento como sujeción de una persona a la Justicia y a un proceso de resultado incierto, además de las consecuencias diminutorias que en el orden legal son el resultado de aquél. Es una realidad incontrovertible que para las personas honradas el procesamiento es un bochorno que agobia en el orden moral a quien debe sufrirlo, como así también a su familia, proyectando su estela de vergüenza a su entorno social y laboral. Mayor afrenta no se puede pedir.
   Visto así el procesamiento como lo que en realidad es, cabe preguntarse qué necesidad hay de agregar al sufrimiento moral, la destrucción física y mental del procesado mediante el encierro carcelario propio de la prisión preventiva, justo allí donde las miserias humanas afloran en procesión. A gritos, la repuesta es ninguna. No obstante, a ese submundo de perversión y destrucción se llega por “la gravedad del delito”, “la prueba por diligenciar” y demás estereotipos de consumo masivo en nuestros tribunales penales, según el parecer del juez en turno.
   En segundo lugar, vemos surgir el arrepentimiento como un elemento espiritual de consideración ineludible. El arrepentimiento en las personas honradas es el reproche de la conciencia moral ante el error cometido, es sentir la vergüenza de la caída y lleva implícito el propósito de no reincidir. Es por ello una circunstancia que nunca debiera obviarse en el acto del procesamiento toda vez que revela en el sujeto primario un fondo anímico aún intacto en su nobleza y rectitud.
   Si la Justicia ha de ser, por siempre, obra del sosiego y de la reflexión serena allí donde acechan las pasiones innobles y los bajos estímulos de la irracionalidad, alegra el espíritu saber que ha surgido una luz de esperanza en el horizonte de nuestro degradado proceso penal, oponiendo el uso generoso y humano de las medidas sustitutivas a la imposición discrecional y arbitraria de la prisión preventiva, penosa realidad de nuestros días y viva expresión de la “manía de cárcel” que tan bien definió, en su aborrecimiento, el maestro Carrara. ¡Adelante! Dra. Virginia Ginares con su jurisprudencia de “la segunda oportunidad”, que el camino de cien leguas empieza por el primer paso y con la esperanza de que otros vendrán a sumarse a ella.

  

sábado, 15 de octubre de 2011

       LAS PREGUNTAS “POR OPINIÓN” EN EL PROCESO PENAL

                                                                                       
Por el Dr. Jorge W. Álvarez

       Siguen los azotes en casa de Caifás. Tratándose del proceso penal uruguayo, prácticamente en caída libre,  no existe el último escalón, porque cada día que pasa no sólo se afianzan  las aberraciones que han suprimido de hecho todas las garantías de la defensa en juicio, sino que van apareciendo otras, propias de la época de la Inquisición, impúdicamente utilizadas a diario en nuestros tribunales penales Me valgo una vez más de las crónicas de “Búsqueda” en sus versiones exclusivas sobre el sórdido mundo del presumario secreto, abominable denominación vernácula que recibe esa parte del proceso penal uruguayo donde el individuo es sometido a los peores atropellos para escarnio de su dignidad. Aquí los derechos humanos no cuentan. La industrialización política que se ha hecho de ellos no llega hasta los pequeños despachos judiciales donde la tragedia se desarrolla, miserable tributo que debe pagar el silencio ante la hipocresía triunfante.

       En su edición del jueves 5 de agosto, “Búsqueda” transcribió parte de un interrogatorio judicial realizado a propósito de ciertos hechos ocurridos en la Armada nacional. Me detendré en las dos primeras preguntas que se le formulan a un oficial de esa fuerza, aunque la crónica no diga si las hace el juez o el fiscal, omisión que para el caso no cuenta  porque todos sabemos que  ambos conforman una comunidad indagatoria cuando de preguntar se trata. La primera es ésta: “¿Usted pensó que esta operativa era un ilícito penal? Y la segunda esta otra: ¿Y usted qué pensaba que iba a pasar con esa grúa y ese banco de motores?

       De apariencia inocente y casi vulgares, bien analizadas, estas preguntas revelan hasta qué grado de perversión ha llegado el proceso penal uruguayo ante una permisividad que ya es hábito prevaleciendo sobre la norma positiva. Porque en el más puro rigor de derecho ambas deben reputarse absolutamente improcedentes e inadmisibles en cuanto constituyen un  avasallamiento al fuero íntimo de los testigos y de los indagados. Bien sabido es que éstos, porque así lo dispone la preceptiva legal, sólo deben declarar sobre  “hechos” y “circunstancias”, es decir, fenómenos que se dan en el ámbito del mundo exterior y que aprehendemos a través de nuestras percepciones sensoriales. Aunque todos los textos vigentes repiten el mismo concepto,  me sigo quedando con la redacción que tenía el viejo Código de Instrucción Criminal, muy superior al actual de la dictadura, que certeramente decía: “Que los hechos sobre los que declaren hayan podido caer directamente bajo la acción de los sentidos”. Pero fuera de eso , nada.

       Ello significa, ni más ni menos, que la intimidad de nuestro pensamiento, como última expresión de los fenómenos anímicos, debe tenerse por un ámbito absolutamente vedado a toda incursión indagatoria durante la declaración de testigos y sospechados en el proceso penal. Lo que piense una persona o las opiniones que tenga sobre los hechos en averiguación es asunto que está fuera del control de los magistrados toda vez que no sólo no está permitido por la ley, sino que constituye la vía más insidiosa, bajo su aparente inocuidad, para que aquéllos terminen en la autoincriminación. Véase lo aberrante de la primera pregunta “Usted pensó que esta operativa era un  ilícito penal? Es decir, se le está pidiendo a un testigo –que luego podrá ser procesado en función de lo que responda- que desnude su pensamiento y opine nada menos que sobre la ilicitud de un acto determinado (dicho sea de paso, el interrogador cree que existen “ilícitos penales”). En un país con un sistema procesal penal civilizado la respuesta debiera haber sido ésta: “Lo que yo piense no es punto que a Ud. le corresponda averiguar, porque yo estoy aquí para responder sobre hechos concretos”.

       Adviértase que no sólo se pretende arrancar de la intimidad del testigo un juicio que no está obligado a emitir, sino que se le pide a un profano en derecho que haga una calificación jurídica, pronunciándose sobre si hubo o no un ilícito penal. La pregunta, además, conlleva una afirmación en cuanto supone en su formulación que se ha cometido un ilícito penal, con lo cual se está orientando la respuesta del testigo hacia un designio ya tomado por el interrogador. Abrumadora en su formulación, el testigo inexperto puede terminar autoincriminándose,  en un ambiente donde todo le resulta hostil. La eventualidad de un procesamiento, aún en el inocente, pone en su alma una inevitable nota de desasosiego ante la manipulación insidiosa de un  interrogatorio que no reconoce límites.

       La segunda pregunta  sigue por el mismo rumbo de la primera, o sea, hurgar en el pensamiento del testigo: “Y usted qué pensaba que iba a pasar con esa grúa y ese banco de motores? Acá ya no se trata de calificar jurídicamente un hecho determinado, sino que, ante lo insólito de la pregunta, que el testigo proyecte su pensamiento hacia el futuro y exprese qué cosa podría pasar con esa grúa y el banco de motores. Es decir, otra vez el pensamiento del testigo sometido al escrutinio de los jueces.

       En ambos casos el testigo, por su propia inexperiencia y porque es tomado por sorpresa, no se da cuenta  que puede estar abonando el camino hacia su propia incriminación. Las preguntas del tipo de las que acabamos de ver (“¿Qué piensa Ud.”?, ¿“Qué opinión tiene Ud.?) ambientarán en el testigo respuestas inevitablemente vacilantes y difusas, fuera de toda frescura y espontaneidad, por lo cual, sean cuales fueren las que diere, quedará siempre un margen para la autoincriminación, toda vez que en el mundo de los fenómenos anímicos los sentimientos pueden comprometerlo más allá de las pruebas materiales.

       Puesto en perspectiva, desconsuela pensar, fuera de toda duda, que este tipo de preguntas ha de abundar en interrogatorios que pueden tener varias horas de duración y que más de una vez habrá sido la contribución decisiva para enviar a su destrucción moral al desgraciado de turno, materializada en la prisión preventiva decretada en función de “la gravedad del delito”,  “la prueba por diligenciar” y otras infamias procesales por el estilo.

       En principio, el interrogatorio con “preguntas por opinión” es propio de regímenes de partido único, aquéllos donde el poder judicial es una de las expresiones más visibles de la supresión de todas las garantías. Los totalitarismos, ya de izquierda, ya de derecha, en su degeneración política, abundan en todas las intromisiones imaginables en la vida de las personas, incluyendo sus pensamientos. Pero estamos en una democracia, donde las garantías constitucionales están a flor de piel a través de un sistema de recursos ante  instancias superiores, ultima “ratio” de la esperanza humana ante el desborde del poder público. Pero en el proceso penal uruguayo estamos a punto de perderla ante los atropellos en reiteración real. En simultáneo, llega desde Paso de los Toros otro solo de violín, burdamente ejecutado, comprobación penosa, una vez más, de que el Pacto de San José de Costa Rica es en nuestro país pura chafalonía jurídica, lentejuela de oropel para lucir en congresos y publicaciones.

       Qué hacer, entonces, cuando uno ve que todo se desmorona a su alrededor y siente la enorme inanidad de la existencia, sería la gran pregunta a formular. Yo no tengo la respuesta. Sólo sé que la gravedad de la hora a todos nos convoca y que el silencio o la resignación solo conducirán a conservar en el hielo de la hipocresía el actual estado de cosas. Creo que cada uno desde su posición, con la seguridad que da el amparo de la norma jurídica, rienda segura del criterio, debiera enfrentar con paso firme y decidido estos desvíos de la justicia penal. La fe en que esto se puede  hacer es el elemento espiritual que dinamiza  mis palabras cuando escribo sobre estos temas.
                                               
                                 




       

      

      

      

      

      

      


viernes, 14 de octubre de 2011

Una abstencion muy discutible


   Acabo de leer en vuestro semanario la información referida a la recusación de que fue objeto el juez que entiende en la causa penal de los hermanos Peirano, Dr. Pablo Eguren y la aceptación por parte de éste de dicha recusación, desvinculándose del expediente. Al dia siguiente, un matutino recogía la misma información, ampliándola en algunos aspectos.

   Deseo expresar al Sr. Director que la intención que me anima al escribirle esta carta es hacer pública mi extrañeza y mi perplejidad, no sólo como hombre de derecho, sino también como espectador atento de la realidad nacional, por algunas expresiones del juez que se transcriben en aquellas informaciones, a mi juicio, absolutamente novedosas en boca de un magistrado y  cuya aparente gravedad pudiera merecer una meditación más profunda de la que yo pueda intentar con lo fragmentario de aquellas informaciones. Dice               sobre la recusación de que fue objeto,  que la aceptó “a los efectos de no entorpecer el trámite del expediente” (El País, 10.2.06, p.8) y que “ni los procesados ni los abogados desean que continúe en el caso”,  según la publicación de Búsqueda (9.2.06, p. 10).

    Ante tales afirmaciones cabe preguntar, en el orden jurídico, desde cuándo los jueces, en el ejercicio normal de sus funciones, pueden entorpecer el trámite del proceso. En la acepción que correspondería al caso, entorpecer es lo mismo que “retardar, dificultar una cosa”, con lo cual un juez que entorpezca el curso de un expediente estaría retardándolo, es decir atrasándolo en su secuencia temporal,  o dificultando su trámite  normal, es decir poniendo trabas en su desarrollo. En cualquiera de ambos casos, se trataría de actos contrarios a la recta manera de proceder o de juzgar, toda vez que la conducta opuesta, es decir, actuar conforme a derecho, nunca podría configurar  una hipótesis de “entorpecimiento”. Precisamente, el juez está situado en el proceso en forma supraordenada a las partes y desde esa posición  se constituye en una garantía imprescindible y segura contra cualquier acto de éstas que deliberadamente pudieren dificultar o retardar el curso normal de aquél. Pero el juez entorpeciendo “el trámite del expediente” y sin explicar por qué, es todo un descubrimiento, particularmente cuando se trata de la libertad del hombre. Además, una interrogante trae a la otra:¿cuándo advirtió el juez que  entorpecía un proceso que tiene a su cargo desde hace 4 años? Repentinamente la conciencia le dio un ramalazo y le dijo “retírate” o el entorpecimiento se integra con una serie de actos que tuvieron ahora su coronamiento? Y más interrogantes podrían plantearse, abierta la hipótesis del entorpecimiento.

    Igualmente desafortunado se muestra el juez Eguren cuando la información de Búsqueda da cuenta  que  “el juez dijo que ni los procesados ni los abogados desean que continúe en el caso, por lo que resolvió aceptar la recusación”. Bien, he aquí otra novedad que, como la anterior, abre ancho cauce  para la meditación y la perplejidad, incluso para la interpretación cavilosa. Hasta ahora un juez se apartaba del proceso por determinadas causales, taxativamente enunciadas en el Código General del Proceso (art, 325), todas ellas referidas a circunstancias que pudieren afectar su imparcialidad. Pero apartarse porque las partes o una de ellas o sus abogados no desean que continúe  conociendo en el proceso constituye un acto totalmente contrario a derecho, en tanto no ajusta en ninguna de las previsiones legales que autorizan a un juez a dejar de conocer en un expediente. Salvo que al aceptar la recusación el juez  esté admitiendo tácitamente que prejuzgó en el caso concreto, aunque diga que no comparte los fundamentos de aquélla. Si esto último no fuera así, es decir el prejuzgamiento, la aceptación de la recusación sería un acto sin sustento legal, una mera expresión de voluntad de apartarse de un proceso, hipótesis no prevista en nuestro derecho. Porque si no acepta los fundamentos de la recusación, no podría tampoco aceptar la recusación misma. Con lo cual tendríamos como resultado final una recusación por prejuzgamiento, aceptada por el juez en atención a que los procesados y sus abogados no desean que siga conociendo en el caso. Conclusión peregrina que orbita claramente fuera de la legalidad.

     De cualquier manera y atento a lo fragmentario de la información, subsiste como verdad inconcusa el hecho de la recusación, es decir, la pérdida de imparcialidad del juez en el caso concreto. Que no otra cosa es la recusación, la cual tiene por sustento legal un estado espiritual del juez que no le permitiría seguir conociendo en el caso con la imparcialidad propia de quien debe dictar justicia.

    Capítulo aparte merecería incursionar en las posibles consecuencias de una información remitida en nombre del Estado uruguayo a un órgano jurisdiccional internacional, afirmando en ella que “los procesados son autores responsables de infracciones penales” (El País, cit.)  cuando, en rigor de derecho, las cosas no son así, ya que la persona procesada goza de la presunción de inocencia y no es, por lo tanto, autor responsable de nada, hasta que recaiga una sentencia de condena. En nuestro país  la presunción de inocencia no es metafísica, sino derecho positivo, según el artículo 8, parágrafo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y artículo 14 numeral 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ley 15.737 del 8.3.85). En consecuencia, donde la ley dice “presunción de inocencia” el juez no puede decir  “autor responsable”.

   La impresión que dejan estas actitudes y otras que les han precedido –como telón de fondo- es que la opinión pública ya habría dictado su veredicto de condena anticipada. Y ya sabemos cuan difícil puede resultar alzarse contra esa opinión. Un autor francés contemporáneo ha tratado con particular agudeza este fenómeno de la interrelación entre Justicia, opinión pública y medios de comunicación. Me refiero a Alain Minc y su libro “La borrachera democrática”, donde estudia cuidadosamente, con palabra segura e información completa, lo que él llama “el imperio soberano de la opinión pública”. Vale la pena acercarse a su lectura, aunque no se compartan todas sus opiniones.

  Al caso, quiero transcribir algunas líneas que incursionan en el tema de la opinión pública y la presunción de inocencia, a riesgo de que esta carta resulte “más aburrida de que lo Dios manda”. Dice Minc: ”El juez de instrucción, que ya era “el hombre más poderoso de Francia” a juicio de Napoleón, se convierte en un poder cuasi omnímodo cuando utiliza la prensa como caja de resonancia. Y es que la inculpación pública equivale a un juicio. La presunción de inocencia desaparece y el verdadero juicio en primera instancia se asemeja a un veredicto de la opinión pública, lo que, a su vez, transforma las apelaciones a las más altas instancias judiciales en última ratio. Pero esta tendencia no proporciona un nivel jurisdiccional suplementario para mayor protección de los encausados, porque el primer juicio, el de la opinión pública, equivale siempre a una condena. Así, el procedimiento judicial se asemeja a una enorme maquinaria, cuyo único fin es dar a conocer lo mejor posible la instrucción que, en la mentalidad popular, equivale a una inculpación”.

   Atte.
                                
                            Dr. Jorge W. Alvarez