viernes, 8 de agosto de 2014

LA JUSTICIA DEL CRIMEN ORGANIZADO: EL AFLOJAMIENTO DEL RIGOR JURÍDICO


   Hechos  recientes que han tenido amplias resonancias mediáticas y también políticas y que salieron a luz a través de distintos pronunciamientos de la justicia del “crimen organizado”, tornan apropiado, a mi juicio, esbozar algunas consideraciones, allí donde  esté en juego la libertad del hombre y sus derechos fundamentales. Particularmente, cuando se anuncian citaciones a ex funcionarios de aquí y ex funcionarios de allá, en una retrospectiva cuyo final no se vislumbra cercano. En rigor de verdad,  nadie podría sentirse libre de ser llamado a responsabilidad, ante esta cruzada moralizadora que jueces y fiscales han emprendido bajo la consigna de combatir la corrupción administrativa. 

      En el centro de este ímpetu judicial se ha instalado la llamada popularmente “justicia del crimen organizado” –también justicia antimafia- por decirlo abreviadamente, ya que su nombre completo, impropio y demasiado largo y con reminiscencias de Chicago, desaconseja su uso frecuente.  Pareciera que ahora tenemos en esa justicia una especie de inquisidores de la conducta de los funcionarios públicos –valga la redundancia- encaminada a escudriñar en el quehacer diario de la Administración, para descubrir dondequiera la sombra de un delito, allí mismo en lo que pudiera ser una rutina aceptada y consolidada por la práctica de todos los días y hasta de los años.

  Una lectura más penetrante que fuera más allá de lo anecdótico del caso concreto –Pluna, Asse, la Armada Nacional, etc.-  nos enfrenta a una realidad novedosa, en cuanto se advierte en aquellos pronunciamientos  un verdadero aflojamiento del rigor jurídico exigible cuando la libertad y el honor de las personas están en riesgo de comprometerse por una decisión judicial. Dictámenes y sentencias narrativos “in extenso” donde se cuentan  tediosamente hechos generalmente ajenos a la esencia de la imputación penal, desalineados de la concordancia simultánea con el delito que se pretende configurar, constituyen el estereotipo aplicable cuando dicha justicia se expide. Diríase mejor que hay un verdadero desajuste entre la exposición de los hechos, muchos de ellos irrelevantes a la imputación pretendida y el resultado final.

    Afloran así y en subsidio, adjetivos que se han hecho de uso corriente y que utilizados en forma reiterativa sirven para ambientar en la percepción del lector situaciones de tremenda gravedad, tales como “oscuridades” (las famosas “oscuridades” de la fiscalía), “irregularidades”, “animo de lucro”, “desprolijidades”, “corrupción generalizada” y otras por el estilo, muy impactantes para la sensibilidad popular, pero carentes en absoluto de significación jurídica. Literatura adjetivada y ripiosa concebida en enormes parrafadas sin punto y aparte, constituye la novedad en materia de técnica forense.

  Por el contrario, tengo para mí que la Justicia, allí donde alienta el Derecho y prevalece la razón, debe considerarse un ámbito  vedado a toda adjetivación. El juez que adjetiva está dando paso a su yo interior, es decir, a sus tendencias naturales, esas que se expresan en lenguaje coloquial y hasta vulgar que, de algún modo, inficionan lo que debe ser la aplicación aséptica del Derecho. Y si bien es cierto que esas tendencias están siempre presentes en el alma de un magistrado, superada la noción declarativa del proceso, exteriorizarlas mediante la adjetivación variada, desmerece  la imparcialidad de sus fallos.

  En concordancia con lo expuesto, recientes informaciones de prensa nos sorprenden con declaraciones de este jaez: “entre los fiscales hay un acuerdo para tener tolerancia cero a la corrupción”. Agregaba la misma información que “el fiscal Gilberto Rodríguez declaró a la prensa que la  Justicia iba a tener tolerancia cero con la corrupción”. Y el Fiscal de Corte remataba: “Si hay pruebas se condena y se acabó la historia” (todo en una misma nota, “El país”, 27/7/14).

  Como se ve, son expresiones de tremenda gravedad en cuanto trasuntan una actitud de prevención contra las personas indagadas o sospechadas y cuya intensidad es imposible cuantificar, toda vez que carecen de significación jurídica, pero que revelan una intención manifiesta de proceder de una manera predeterminada y que, a mi juicio,  ni siquiera debieran admitirse como mera expansión literaria, allí donde el silencio será siempre la respuesta más adecuada.

  A este respecto, es bueno averiguar qué significado debe atribuirse a la expresión “tolerancia cero” en materia penal. Obviamente tomada de su aplicación en el extranjero a la actividad policial para combatir los llamados “delitos de la calle”, su traslado al ámbito judicial desborda la contención rigurosa y severa de la ley procesal y pone una nota de preocupación en las personas honradas que han servido con encomiable dedicación a la Administración Pública. Porque ubicada en el tramo procesal al que está referida, que es el presumario, no caben medias tintas ni hay lugar para el más o menos ni para las aproximaciones, lo cual descarta de plano su posible aplicación en aquella materia.

   Es decir, hay semiplena prueba o no hay semiplena prueba, en tanto estamos hablando de la libertad del hombre y de sus derechos fundamentales. Porque si admitimos que pudieran darse situaciones límites, como en realidad se dan, tampoco hay margen para la discrecionalidad ni para traspasar la línea más allá de la cual ya se tipifica el delito. En la duda, ¡la libertad, siempre la libertad! Y cada uno para su casa y Dios en la casa de todos, como dicen los españoles. Por eso repugna a este sentimiento que se proclame alegremente una “tolerancia cero”, suficiente para que a uno se le aflojen  las piernas de sólo pensar en ello.

    Similares conceptos podríamos decir del “si hay pruebas se condena y se acabó la historia”. Le faltó agregar “y que pase el que sigue”. Inspirada aparentemente en el propósito que dinamiza la “tolerancia cero”, es decir, aplicar el mismo rasero sin pararse en mayores miramientos, a los efectos de purgar a la Administración de sus malos funcionarios. Esos que se interesan telefónicamente por un expediente o que sugieren una solución para determinado caso o que se saltean una licitación en bien de la Administración. Total (adverbio), siempre está allí, “à portée de main”, el abuso innominado de funciones,  ahora encumbrado con la bendición papal, para que la justicia del crimen organizado rellene los espacios en blanco y justifique su presencia en el mundo.

   Finalmente, una mención a la prisión  preventiva, inevitable para quien esto escribe. Ubicada en el ámbito al cual nos estamos refiriendo, sigue su curso errático e impredecible, ya convertida en “una cuestión de paladar”,  podríamos decir metafóricamente hablando,  ante la cual la razón se rinde. Penoso tributo que debe pagar la libertad del hombre para que la Justicia proclame su triunfo sobre las “oscuridades”, las “irregularidades”, el “ánimo de lucro”, las “desprolijidades” y demás perversiones del alma humana.

domingo, 18 de mayo de 2014

         

LA GRAVE ALARMA SOCIAL


      A propósito de ciertos temas de actualidad en el orden judicial y de la diversidad de opiniones que se han vertido en los medios, quiero formular algunas consideraciones relativas a la prisión preventiva cuando ésta se decreta en función de la “grave alarma social” prevista en la ley. No es mi propósito polemizar ni criticar decisiones judiciales que no conozco en sus detalles, sino contribuir con un enfoque estrictamente jurídico, aunque modesto, a preservar el   bien superior de la libertad del hombre. Porque ése es el gran tema: la libertad del hombre.


       La “grave alarma social”  apareció con la ley nº 15.859 del 11 de marzo de 1987, que acabó de una buena vez en este país con la prisión preventiva preceptiva, inherente a cualquier procesamiento y que desde tiempo inmemorial se aplicaba en nuestro proceso penal. Ahora, la prisión preventiva pasaba a ser la excepción y no la regla, tratándose de delitos en los que presumiblemente no habría de recaer pena de penitenciaría. Se daba un paso enorme en favor de la libertad del hombre y se ponía nuestra legislación a la par de la existente en la mayoría de los países y con lo que ya disponía el        Pacto de San José de Costa Rica (art. 9, nº 3). Más que un paso, se estaba dando un verdadero salto. Impresionado por ello, el Poder Ejecutivo de la época (Sanguinetti-Adela Reta) se negó a promulgar la ley, operándose la promulgación automática prevista en el art. 144 de la Constitución.


       La ley, como se sabe, se debió a una proyecto del  senador Esc. Dardo Ortiz, el cual tuvo algunas modificaciones en la Comisión de Constitución y Legislación del Senado, pero manteniéndose en lo esencial. Y una de esas modificaciones fue la introducción del concepto de “grave alarma social” referida al delito (“o se trate de un delito que cause grave alarma social”). Abreviando, después de pasar por Diputados,  el proyecto es sancionado con una variante importante en este orden: ya no es el delito el que cause la grave alarma social, sino “el hecho que se le imputa hubiere causado o pudiere causar, a juicio del magistrado, grave alarma social”. Con lo que el panorama cambia radicalmente.


      Toda esta pequeña historia viene a cuento a propósito de la frecuencia con que se oye decir  y se lee en los medios, que fue el delito  el que causó grave alarma social y por ello  se le aplica al procesado la prisión preventiva. Y esto es un gravísimo error que, en una mala jugada del inconsciente, quizás haya podido ser la justificación  de la prisión aplicada. Porque el “hecho” es un dato de la realidad, un fenómeno que se da en el mundo exterior de las percepciones sensoriales. En cambio, el“delito”  es una abstracción jurídica  que  pertenece al mundo de los conceptos. Por eso, la grave alarma social es siempre concomitante con la ejecución del hecho o se produce inmediatamente después. Sería muy difícil, por el contrario,  imaginar un hecho que la causare en el futuro, como autoriza la ley a suponer. Por ello, el delito es insusceptible de causar por sí mismo ningún tipo de alarma, toda vez que es una mera calificación jurídica, necesariamente posterior al hecho.

       En concreto, el “hecho” es aquel fenómeno de la realidad que consta en el auto de procesamiento y cuya comisión se imputa a una persona determinada. A ese hecho debe atenerse el juez para la eventual aplicación del concepto de grave alarma social, en estricto cumplimiento de la ley. Ahora bien, como el juez no sabe qué es la grave alarma social porque la ley no lo dice  –y además, no lo podría decir porque es de definición imposible -debe crearla en su mente, a falta incluso de estándares legales a los cuales recurrir. Se configura así  un fenómeno psicológicamente puro, perteneciente a la subjetividad de cada uno. Es la convicción moral misma. Y como ella no puede salir al exterior, no puede expresarse por medio del raciocinio, la aplicación del aquel concepto tampoco permitiría, eventualmente,  prueba en contrario. La convicción moral es eso: condeno porque me parece culpable o absuelvo porque me parece inocente.

       Se ingresa así en un ámbito psicológico y hasta temperamental de difícil previsión en sus consecuencias, toda vez que en definitiva serán las inclinaciones naturales de cada espíritu las que decidirán sobre la libertad del hombre. Sin olvidar que el concepto no surge del cuadro probatorio del proceso, encaminado solamente a determinar la responsabilidad del agente por los hechos que se le imputan. El resultado puede ser un auto de procesamiento de doble contenido, poco explorado en sus consecuencias: un componente de derecho, constituido por la calificación jurídica del hecho (delito) y un componente de conciencia, constituido por la prisión preventiva (grave alarma social). Con la particularidad de que por este último, el auto no admitiría recurso alguno, toda vez que un juicio que emana sólo de la conciencia no ofrece razones en su favor, ni las puede haber en su contra (es el “juicio del magistrado”).

       Una vez más, serán las luces y la prudencia del magistrado las que decidirán en cada caso sobre aquella libertad. Intenso drama de la conciencia moral que, en su final, no admite réplica posible. Pero reagita en el orden de las ideas, las diversidades que pueden generar el determinismo psicológico, por un lado y la filosofía de la libertad, por otro. El tema, como se ve, va mucho más allá del caso concreto  y abre ancho cauce para la perplejidad y la meditación.

viernes, 16 de mayo de 2014



EL ABORTO Y LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA

    Quisiera agregar algunas reflexiones a las ya emitidas por otros lectores sobre ciertos conceptos que el Sr. Subsecretario de Salud Pública Prof. Dr. Leonel Briozzo expresó en el reportaje que “Búsqueda” publicó en su penúltima edición, relacionados con  la objeción de conciencia y los cuales encuentro particularmente graves por provenir de quien ha liderado, con más vehemencia que razones, esta cruzada en pro del aborto “ad libitum” y sin expresión de causa, que de eso se trata. Es decir, aborto porque se me antoja, dicho sin ambages ni circunloquios.

  Veamos: dice el Sr. Ministro: ….”el Ministerio quiere asegurarse que esas objeciones de conciencia sean justificadas. Porque para ser tal tienen que estar basadas en aspectos filosóficos, religiosos o de pensamiento…” Y más adelante agrega: “No es que se rechacen, sino que no son objeciones de conciencia reales”. Y remata sus opiniones con esta otra afirmación: “Existe la necesidad de fundar por parte de los colegas,  para que la objeción de conciencia no sea una objeción porque no se quiere hacer…”

    El Sr. Ministro debe saber, como patrocinante de la ley, que las objeciones de conciencia, por su propia naturaleza, no pueden fundarse ni  tampoco justificarse, por la sencilla razón de que son fenómenos psicológicamente puros que se dan en el interior de la persona, en su yo más profundo. Históricamente se ha habla de la “voz de la conciencia” para referirse a este tipo de actos que son producto de la conciencia moral del individuo y que como tales no pueden fundarse racionalmente. Félicien Challaye en su “Filosofía Moral” – compendio erudito sobre el tema- la define así: “Es la conciencia psicológica sometida a la distinción del bien y del mal, dominada por un ideal. La conciencia psicológica comprueba; la conciencia moral juzga”.
 
   Más concretamente, es la convicción moral la que determina intuitivamente la voluntad de actuar de cierta forma ante el caso concreto, optando entre lo bueno y lo malo, entre el bien el mal. Pudiera haber una reflexión previa que luego la voluntad concreta, pero también una actuar repentino ante casos que lo requieren por la necesidad de la inmediatez. La reflexión, cuando ella puede actuar, es una mirada hacia el interior más profundo, una manera de verse a sí mismo; luego viene la voluntad de expresarse de modo concordante, que la conciencia dicta como la mejor, la más buena o la menos perjudicial para le prójimo, pues toda persona anida en su interior un ideal moral como un fenómeno psicológico necesario, con prescindencia de cuales fueren los valores que lo integran.

   La moral convencional que rige nuestra conducta podrá variar con los tiempos y de hecho es así, pero siempre existe dentro del individuo una percepción extrarracional del espíritu que se nos impone con el valor de verdaderas categorías del deber. Por eso resulta extraño que el Sr. Ministro pretenda que el objetor de conciencia fundamente o explique su objeción o peor aún, examinar si son “reales” o no, cuando la propia psicología de la conciencia nos revela que su naturaleza no admite este tipo de controles. 

   Bien dijeron algunos ginecólogos de similar jerarquía que el Sr. Ministro, que se pretendía gobernar la intimidad de sus pensamientos con estas exigencias ajenas a la ley. Y esa intimidad está protegida de tal manera por el Derecho que es prácticamente imposible penetrar en ella sin incurrir en una grosera violación de un derecho humano de vigencia universal, allí donde el hombre es considerado en la plenitud de su ser.

   En nuestro país esto no es filosofía, sino derecho positivo contante y sonante. En efecto, el art. 54 de la Constitución nacional ordena al Estado proteger mediante la ley “la conciencia moral y cívica de quien se hallare en una relación de trabajo o de servicio…”  Es decir, hay una obligación constitucional de proteger esa “conciencia moral” de las personas,  justamente lo contrario de lo que está haciendo el Sr. Subsecretario de Salud Pública con su obstinada pretensión de conocer  la intimidad del pensamiento de los médicos, jurídica y psicológicamente imposible.

  Y la normativa internacional, a la cual se le reconoce un rango superior al derecho nacional, es igualmente contundente. El art. 18 de la Declaración  Universal de los Derechos del Hombre, de Naciones Unidas, dice en su art. 18: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión…” Y el art. 12 del Pacto de San José de Costa Rica sobre Derechos Humanos, a cuya normativa este gobierno ha brindado una adhesión entusiasta y ruidosa, dice en su art. 12: “Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y de religión”.

   En fin, pretender que una persona ponga por escrito los fundamentos de una objeción de conciencia es una “contraditio in terminis” u oxímoron, en su terminología griega, porque lo típico, lo esencial de los fenómenos que se dan en el interior de la conciencia moral es que no pueden salir al exterior. Por eso en materia jurídica, particularmente en derecho penal, la convicción moral está proscripta como medio probatorio, porque lo único que podría decir quien así actuara es simplemente esto: condeno porque creo que es culpable o absuelvo porque creo que es inocente.

    Es bueno recordar a esta altura que el Sr. Ministro desliza otro error en sus declaraciones cuando dice que “la objeción de conciencia está muy bien definida”, porque el art. 11 de la ley 18.789 menciona la objeción de conciencia sin ningún tipo de definición ni condicionamiento. Es la objeción en estado puro, bien concebida, que se consuma por la mera comunicación del objetor a la institución donde trabaja. Tampoco podría el Poder Ejecutivo por vía reglamentaria entrar en distinciones que la ley no hace sobre qué cosa es la objeción de conciencia.

   Es de desear que el fanatismo con que la autodenominada izquierda defiende sus verdades absolutas deje paso a la reflexión y a la sensatez, privilegiando el Derecho sobre la pasión política. Porque una de las manifestaciones más perversas del fascismo, ya de izquierda, ya de derecha, en el siglo pasado fue apoderarse de la conciencia de los hombres hasta aniquilarla completamente. La tentación totalitaria está a la vuelta de la esquina allí donde un puñado de personas tiene la suma del poder público. Que la Constitución triunfante, rodrigón tutelar de nuestros derechos fundamentales, la siegue de plano para bien de todos.
  
                               
                             

            


martes, 13 de mayo de 2014

DENUNCIAS ANÓNIMAS. SU ABSOLUTA INVALIDEZ

        LAS DENUNCIAS ANÓNIMAS. SU ABSOLUTA                                                    INVALIDEZ    

             Ciertas informaciones de prensa que han circulado últimamente, algunas de ellas transcribiendo opiniones de los propios jueces, dan cuenta del incremento que han tenido ante los juzgados penales las denuncias anónimas. Incluso un caso de gran notoriedad que se tramita ante uno de los juzgados del nombre horroroso (“el crimen organizado”: Chicago, O’Bannion, Capone, olor a pólvora de ametralladoras disparadas desde un auto en movimiento en las sombras de la noche) y que involucró a un alto oficial de la Armada, habría tenido su origen en una denuncia anónima.

     Esos mismos jueces hablan de “avalanchas” de mensajes anónimos y que “han empezado a llover anónimos”, todo los cual confirmaría que estamos ante una verdadera exaltación del anónimo, elevado a la categoría de medio idóneo para investigar la vida de las personas y en su caso, ponerlas en prisión preventiva por la “gravedad de los hechos”, “la prueba por diligenciar” y demás versificación por el estilo.

    Abreviando bastante, el tema podría analizarse desde dos ángulos distintos: el ético, por un lado y el jurídico, por otro. Desde el primero y salvo que vivamos en un mundo de miserables, ha de partirse de un supuesto moral que para mí tiene el valor de una categoría: el anónimo debe ser el escalón más bajo en la degradación humana, el acto más vil y despreciable que pueda cometer una persona. Y esto es así porque el potencial destructivo del anónimo, con su carga deletérea y pérfida, no reconoce límites: puede arruinar para siempre la honra de una persona, su vida laboral, su entorno social, puede destruir una familia, deshacer un hogar, crear enemistades corporativas, políticas y sociales y así hasta el infinito.

    En tanto los fuertes encuentran en la valentía su escudo para andar por la vida, los cobardes lo encuentran en el anónimo. Descargan así toda la vileza de que son capaces, a falta de coraje y dignidad para identificarse.

     Por eso sorprende asistir a esta apoteosis del anónimo que se vive en nuestros estrados, con anuncios a diario de que hay más denuncias anónimas por diligenciar y que se está en la etapa de su averiguación preliminar, por supuesto secreta, bien secreta, totalmente secreta. Con ello, además, la relación entre los hombres se puede deteriorar hasta un punto sin retorno, suprimidas la amistad, la sinceridad y el trato franco entre las personas, ya colegas y compañeros, superiores y subordinados, en tanto todos recelarán de todos ante la delación del cobarde que estará allí, esperando agazapada. A eso se puede llegar si se sigue exaltando como un “bien a la patria” la denuncia anónima.

     Ante este panorama, vale la pena preguntarse ¿quién podría sentirse libre de las salpicaduras del camino, seguro de que su nombre no aparecerá en letra impresa en un sobre cerrado, víctima innecesaria de la perfidia ajena, si los jueces están diciendo “venid y denunciad sin identificaros que el resto lo haré yo”? Y ya que los penalistas doctos gustan discutir sobre sistemas acusatorios e inquisitivos como si se tratara de blanco y negro, es bueno recordar que la denuncia anónima y la delación eran el manjar de los inquisidores para infligir, mediante el tormento, sufrimientos indecibles a los infortunados que caían en sus manos. Sustituyamos tormento por prisión preventiva aplicada “ad líbitum” y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

      El Derecho, por su lado, ha excluido desde vieja data al anónimo como medio apto para denunciar un delito. El anterior Código de Instrucción Criminal, decía en forma terminante: “No se admitirá ninguna denuncia anónima, cualquiera que sea la naturaleza e importancia del crimen o delito denunciado” Y el actual Código del Proceso Penal, obra de la dictadura, repite el mismo concepto, en transcripción que abrevio: “La denuncia escrita deberá ser firmada por quien la formula...”. “La denuncia verbal se extenderá por la autoridad que la recibiere en acta que firmará el denunciante...” “En todos los casos de denuncia, el funcionario comprobará la identidad del denunciante...”  

     No obstante la contundencia histórica de los textos citados, se han abierto algunos flancos, que sería largo explicar, al amparo de esta simplificación de comarca: “si nos llega una denuncia, tenemos que investigar, no la podemos desconocer”, con lo cual arramblamos de un tirón las severas exigencias de la ley procesal sobre la identificación del denunciante. Viene después lo de “razonable”, “indicios de seriedad” y todo lo demás, que se acopla a lo anterior para dar curso a las denuncias anónimas y justificar así este festival de procesamientos que, con inocultable fruición, se anuncia desde los estrados judiciales.

     Así las cosas, desconsuela pensar que el triunfo sobre el delito va dejando  por el camino jirones de legalidad, toda vez que “la lucha contra la corrupción” y “los derechos humanos” constituyen un seguro pasaporte a la vocinglería popular, esa misma que pide cárcel antes del procesamiento porque no puede pedir la horca. Y que va desapareciendo aquel espíritu de justicia, severo y delicado a la vez que, metafóricamente hablando, sabía comprender, con la caricia invisible del silencio, el dolor de la caída.

    

                                                                               





lunes, 12 de mayo de 2014

                         DENUNCIAS ANÓNIMAS.   SU ABSOLUTA INVALIDEZ           I

        Ciertas informaciones de prensa que han circulado últimamente, algunas de ellas transcribiendo opiniones de los propios jueces, dan cuenta del incremento que han tenido ante los juzgados penales las denuncias anónimas. Incluso un caso de gran notoriedad que se tramita ante uno de los juzgados del nombre horroroso (“el crimen organizado”: Chicago, O’Bannion, Capone, olor a pólvora de ametralladoras disparadas desde un auto en movimiento en las sombras de la noche) y que involucró a un alto oficial de la Armada, habría tenido su origen en una denuncia anónima.

     Esos mismos jueces hablan de “avalanchas” de mensajes anónimos y que “han empezado a llover anónimos”, todo los cual confirmaría que estamos ante una verdadera exaltación del anónimo, elevado a la categoría de medio idóneo para investigar la vida de las personas y en su caso, ponerlas en prisión preventiva por la “gravedad de los hechos”, “la prueba por diligenciar” y demás versificación por el estilo.

    Abreviando bastante, el tema podría analizarse desde dos ángulos distintos: el ético, por un lado y el jurídico, por otro. Desde el primero y salvo que vivamos en un mundo de miserables, ha de partirse de un supuesto moral que para mí tiene el valor de una categoría: el anónimo debe ser el escalón más bajo en la degradación humana, el acto más vil y despreciable que pueda cometer una persona. Y esto es así porque el potencial destructivo del anónimo, con su carga deletérea y pérfida, no reconoce límites: puede arruinar para siempre la honra de una persona, su vida laboral, su entorno social, puede destruir una familia, deshacer un hogar, crear enemistades corporativas, políticas y sociales y así hasta el infinito.

    En tanto los fuertes encuentran en la valentía su escudo para andar por la vida, los cobardes lo encuentran en el anónimo. Descargan así toda la vileza de que son capaces, a falta de coraje y dignidad para identificarse.

     Por eso sorprende asistir a esta apoteosis del anónimo que se vive en nuestros estrados, con anuncios a diario de que hay más denuncias anónimas por diligenciar y que se está en la etapa de su averiguación preliminar, por supuesto secreta, bien secreta, totalmente secreta. Con ello, además, la relación entre los hombres se puede deteriorar hasta un punto sin retorno, suprimidas la amistad, la sinceridad y el trato franco entre las personas, ya colegas y compañeros, superiores y subordinados, en tanto todos recelarán de todos ante la delación del cobarde que estará allí, esperando agazapada. A eso se puede llegar si se sigue exaltando como un “bien a la patria” la denuncia anónima.

     Ante este panorama, vale la pena preguntarse ¿quién podría sentirse libre de las salpicaduras del camino, seguro de que su nombre no aparecerá en letra impresa en un sobre cerrado, víctima innecesaria de la perfidia ajena, si los jueces están diciendo “venid y denunciad sin identificaros que el resto lo haré yo”? Y ya que los penalistas doctos gustan discutir sobre sistemas acusatorios e inquisitivos como si se tratara de blanco y negro, es bueno recordar que la denuncia anónima y la delación eran el manjar de los inquisidores para infligir, mediante el tormento, sufrimientos indecibles a los infortunados que caían en sus manos. Sustituyamos tormento por prisión preventiva aplicada “ad líbitum” y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

      El Derecho, por su lado, ha excluido desde vieja data al anónimo como medio apto para denunciar un delito. El anterior Código de Instrucción Criminal, decía en forma terminante: “No se admitirá ninguna denuncia anónima, cualquiera que sea la naturaleza e importancia del crimen o delito denunciado” Y el actual Código del Proceso Penal, obra de la dictadura, repite el mismo concepto, en transcripción que abrevio: “La denuncia escrita deberá ser firmada por quien la formula...”. “La denuncia verbal se extenderá por la autoridad que la recibiere en acta que firmará el denunciante...” “En todos los casos de denuncia, el funcionario comprobará la identidad del denunciante...”  

     No obstante la contundencia histórica de los textos citados, se han abierto algunos flancos, que sería largo explicar, al amparo de esta simplificación de comarca: “si nos llega una denuncia, tenemos que investigar, no la podemos desconocer”, con lo cual arramblamos de un tirón las severas exigencias de la ley procesal sobre la identificación del denunciante. Viene después lo de “razonable”, “indicios de seriedad” y todo lo demás, que se acopla a lo anterior para dar curso a las denuncias anónimas y justificar así este festival de procesamientos que, con inocultable fruición, se anuncia desde los estrados judiciales.


     Así las cosas, desconsuela pensar que el triunfo sobre el delito va dejando  por el camino jirones de legalidad, toda vez que “la lucha contra la corrupción” y “los derechos humanos” constituyen un seguro pasaporte a la vocinglería popular, esa misma que pide cárcel antes del procesamiento porque no puede pedir la horca. Y que va desapareciendo aquel espíritu de justicia, severo y delicado a la vez que, metafóricamente hablando, sabía comprender, con la caricia invisible del silencio, el dolor de la caída.

sábado, 10 de mayo de 2014

        LA SENTENCIA DE LA CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS
                                                 
                                                   EN EL CASO GELMAN

                         Algunas reflexiones de carácter general

   Guiado más por la curiosidad que por el interés particular en el tema, que lo tengo, pero ahora no viene al caso, me dispuse a leer la multicitada sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA en el caso Gelman, acuciado por los ecos de todo tipo que aún se prolongan en ciertos espíritus, pues intuía que en el orden político se trataba de algo parecido a lo que sucede con el Quijote, del cual todo el mundo habla sin haberlo leído. Fue así que me aboqué a su conocimiento para saber qué es, en sustancia, lo qué dijo tan alto Tribunal de justicia interamericano  y cómo lo dijo, que esto último también importa.

    Me engolfé entonces en la lectura de un documento que tiene 92 páginas impresas a doble espacio, dividido en 312 párrafos y  con 329 citas al pie de página, escritas con letra menuda éstas, algunas veces de extensión muy superior al propio texto, tanto que si hubieran estado incorporadas a él, la dimensión del documento bien podría haber sobrepasado largamente las 100 páginas. Tuve así una  vista panorámica de la sentencia, diría figuradamente, antes de proceder a  su lectura por inmersión. 

    Sin ser experto en la materia, pues muchos los hay a cuyas alturas difícilmente puede llegar el común de las gentes, expondré a continuación algunas conclusiones de carácter general, sin abordar, como ya dije, el fondo del asunto, propósito éste que podría llevar extensos desarrollos, muy lejanos de la sensación visual que pretendo trasmitir con este escrito, allí donde los jueces suelen poner interpretaciones eruditas y  algunos políticos su ignorancia, tal como si ésta fuera una virtud.

   En primer término, se trata de un documento muy extenso, demasiado extenso, extensísimo diría mejor, por momentos reiterativo y cargado de citas al pie de página que, en muchos casos, le hacen perder a uno el sentido de lo que venía leyendo en el texto. Pareciera que a medida que la Justicia sube en categoría o se internacionaliza, las sentencias aumentan en extensión, alcanzando su punto culminante en las que profiere el Tribunal de la Haya, donde la lectura oral y pública de los fallos suele llevar horas de expresión monocorde en boca de un juez togado y con peluca, que las lee sin pausas ni inflexiones, poniendo una nota de heroísmo en un auditorio resignado.

   Aquí pasa más o menos lo mismo y de seguro que leer de un tirón la mencionada sentencia sería un esfuerzo poco aprovechable sin una buena dosis de valor en el acometimiento y si no se interrumpiera cada tanto su lectura a los efectos de recomponer lo leído en términos de entendimiento. Y también para respirar un poco, como los nadadores después de la inmersión. De ahí que sea lógico presumir que sólo una minoría selecta y calificada, pero no excluyente, se habrá interesado en su lectura, quizá reservada por su naturaleza a juristas que se ocupan de estos temas, pero desconocida para quienes, paradójicamente, la mencionan a diario, en especial cierta clase política, empeñada en poner aquéllos como emblema de su razón de ser en el mundo.
   En segundo lugar, advierto cuánto ha progresado la justicia internacional en su invasión al ordenamiento jurídico de los Estados, relegando a una estatura liliputiense, metafóricamente hablando, preceptos constitucionales que hasta no hace mucho tiempo se tenían por inconmovibles. La irrupción vehemente de los derechos humanos en el escenario jurídico internacional hoy todo lo subordina con su ímpetu avasallante. 

   Así, la sentencia en comento en su condena al Estado uruguayo no sólo fija indemnizaciones, pago de honorarios y gastos, sino que ordena hacer actos públicos de reconocimiento de culpas, colocación de placas, seguir las investigaciones, encontrar restos humanos y reconocerlos, reformar la legislación, dar cursos de instrucción a los funcionarios judiciales y hacer modificaciones presupuestales a esos efectos. Y por si algo faltare, hasta  fija el tipo de cambio que se tomará para el pago de las primeras, que será el vigente el día anterior en la Bolsa de Nueva York, para el caso que se haga en moneda nacional. Todo un panorama, como podrá  verse.

   Claro está que mientras esto sucede en una mitad del mundo, en la otra mitad miles de personas padecen el oprobio del sojuzgamiento, el secuestro y la mutilación y la muerte misma en manos de regímenes despóticos o de guerrilleros sanguinarios, donde ya ni siquiera tiene sentido  hablar de violación de los derechos humanos, toda vez que ha largo rato que éstos salieron de circulación, tal como las monedas que con el tiempo pierden su valor. Hasta esos seres infelices no llegan los desvelos de los organismos internacionales que tutelan nuestros derechos, ni siquiera por una mera advertencia, con lo cual se comprueba una vez más cuánta duplicidad hay en quienes se dedican a pregonar estos temas, habitualmente levantados como bandera política, a falta de aquéllas que son creaciones del talento y de otras legítimas  superioridades.

   En definitiva y abreviando, un documento denso, no recomendable para impacientes ni para quienes se dejan ganar por el tedio a poco de empezar, pero muy apto para aquéllos que, con interés diverso, acostumbran a sacar conclusiones apresuradas poniendo fuera de contexto alguno de sus 321 parágrafos, como también de sus 329 citas, yendo éstas desde Eslovenia a Sudáfrica, pasando por la Confederación Suiza, Estados Unidos, Colombia y Guatemala, por mencionar algunas y que sin mayor esfuerzo hemos visto repetidas en más de una sentencia, tal como si su redactor las hubiera tomado de los textos originales.

  Como se ve, nada dejaron de lado ni librado al azar los seis hombres de Costa Rica en su pulsión condenatoria al Estado uruguayo, el cual, visiblemente, ha sobrepuesto la satisfacción de la acogida a lo que pudo ser, en rigor de derecho, el examen pulcro de su concordancia con la Constitución del país, por más pequeñita y mohína que ésta se vea actualmente ante los nuevos descubrimientos jurídicos que alumbran en esta parte del mundo para redimir a los infelices  y condenar a los malvados.



  

viernes, 9 de mayo de 2014

DERECHO A NO AUTOINCRIMINARSE. NO EXISTE EL DEBER MORAL DE RECORDAR LOS HECHOS

                                       
            
Casi medieval en su funcionamiento, lindando algunas veces con los juicios de Dios donde el acusado debía probar su inocencia, secreto y reservado, cerrado a cal y canto a toda publicidad, a contramano de la modernidad y los pactos internacionales y elaborado por una dictadura, es el proceso penal uruguayo el instrumento del cual se sirve nuestra democracia para negar las más elementales garantías procesales, incluso en aquellos juicios que proclaman defender los derechos humanos,  mediante el encarcelamiento de sus violadores!

    Vayamos al grano. Por ejemplo, una expresión que ha sido reiteradamente transcripta en la prensa es lo que  la sentencia  denomina “escudo de silencio” (“pacto de silencio” para el dictamen fiscal), al parecer piedra angular del procesamiento y motivo de visible irritación en quienes lo proyectaron. Concretamente, el reiterado “no tengo conocimiento” de los testigos o imputados (vaya uno a saber cuándo una persona es una cosa y cuándo es otra) sería, en esencia, el contenido principal de ese escudo del silencio. Bien analizado, con el ánimo sereno y sin partido tomado, es fácil advertir que en este aspecto la sentencia arremete contra un principio fundamental, universalmente aceptado por las principales legislaciones del mundo y los tratados internacionales: el derecho a no incriminarse y que en nuestro país es  absolutamente desconocido por la norma positiva y más aún, si algún hálito de vida tuviera, por la misma rutina procesal de todos los días. Sinceramente, a uno se le aflojan las piernas cuando tiene que leer estas cosas, a contramano de la garantía universal que desde 1791 alumbró al mundo  la 5ª. Enmienda a la Constitución Federal de los EE.UU., hasta la Constitución española de 1978.

    Es bueno recordar al respecto que el derecho a no incriminarse es bastante más que el derecho a guardar silencio, aunque a veces puedan confundirse. Todo arranca de un principio fundamental, imposible de desconocer o soslayar en el proceso penal: la presunción de inocencia. En virtud de esa presunción, la persona o ser humano –que bueno es recordarlo, somos todos- tiene el derecho a no colaborar con su propia condena ni tampoco aportar información al proceso, toda vez que esté en situación potencialmente probable de terminar procesado. Incluso el simple testigo, aquél sobre el cual no existe probabilidad, pero si la posibilidad de ser incriminado, también está amparado por la garantía de la no autoincriminación. Claro, en nuestro país esto suena a música celestial; pero es derecho constitucional en la primera democracia del mundo desde la sanción de la 5ª. Enmienda y en otros países que evolucionaron en ese sentido, incluyendo a algunos latinoamericanos para vergüenza de la República Oriental. En estos sistemas, nadie está obligado a declarar y menos hacerlo en su contra.

     Una de las modalidades del principio de la no autoincriminación es el derecho a guardar silencio, que no es sólo no contestar cuando uno es interrogado, sino también contestar con respuesta rotundamente negativas: “no lo sé”, “no conozco”, “nunca estuve ahí”, etc. Y esto es así porque la presunción de inocencia desplaza la carga probatoria hacia el Estado, representado por el juez y el acusador público. Pero además, tiene un corolario importantísimo, que es su natural consecuencia: el ejercicio del derecho a la no incriminación manifestado a través del silencio no puede constituir en ningún caso presunción en  contra de la persona examinada.

    Porque quien hace uso de un derecho como garantía de su libertad, no puede al mismo tiempo crear presunciones en su contra por ese mismo ejercicio, ni éste puede ser calificado por aquellos como una maniobra de ocultamiento de la verdad. El silencio tiene hoy un carácter neutro, larga y felizmente  superada a favor de la libertad del hombre la inicua presunción de los procesos antiguos en los cuales el silencio era la antesala de la condena. De ahí el aborrecible “quien calla otorga”, que algún autor, en conmovedora imagen, encontró como fundamento de la condena de Jesús ante el romano que lo interrogaba: “¿No contestas nada? Mira de cuantas cosas te acusan”. Pero Jesús ya no respondió más...” (Mc. 15, 2).

    De este modo, lejos de constituir un “escudo de silencio”, el derecho a la no incriminación, es exactamente lo contrario: un verdadero escudo defensivo constituido por un haz de derechos y garantías que el progreso jurídico ha tiempo grabó con letra indeleble en la Constitución,  en la Ley y en los Tratados internacionales para defender  la libertad del hombre de la omnipotencia del Estado. Menos aún podría ser motivo de irritación para quienes tienen justamente el deber de velar por su efectivo cumplimiento.

     No obstante  y siempre ateniéndonos a las trascripciones parciales,  la sentencia parece colocar por encima de aquel derecho otro supuestamente superior. Ya no se trataría “exclusivamente de un derecho a conocer, a buscar la verdad, como actividad humana, sino el deber de todos de recordar lo acontecido como obligación ética”. A este respecto, dos puntualizaciones. 

     Primera: el derecho a la no autoincriminación se sobrepone al designio de llegar a la verdad de los hechos, que corresponde al Estado por aplicación del principio de la presunción de inocencia. Prestigiosas voces califican de incompatible el derecho a guardar silencio con la obligación de veracidad puesta a cargo del imputado cuando decide declarar, toda vez que deben aceptarse sus respuestas y opiniones tal como los da. Por eso se le interroga sin promesa ni juramento de decir verdad.

    Segunda: ubicar ese supuesto derecho-deber de recordar lo acontecido en el ámbito de las obligaciones éticas, es la manera más rotunda de  negarle toda validez jurídica. Hace ya largo rato que Kelsen demostró con el rigor de una ecuación matemática que la moral como expresión ética de la conducta humana es cosa perfectamente separable del derecho como ciencia. Precisamente, su gran mérito fue depurar a ésta de todo elemento ideológico, separándola de cualquier noción trascendente. Y la obligación moral, que al contrario de la jurídica, no tiene sanción, es pura ideología cuando se pretende introducirla en el mundo normativo del derecho. “Una norma moral existe para el individuo sólo en tanto cuanto él mismo la crea y se somete a ella”.  Por eso  la moral es autónoma, porque la crea el individuo y por su cumplimiento  responde ante su propia conciencia. Entonces, ¿cómo una obligación ética podría servir de fundamento de una imputación jurídica, en este caso, penal?  Y más grave aún: ¿puede la Justicia procesar a los ciudadanos de este país por el incumplimiento de obligaciones éticas, con cárcel y todo? Así las cosas, una decisión judicial que procediera de esa manera sería pura ideología, pero no derecho, aunque aparentara serlo. Un verdadero falseamiento jurídico sujeto a todas las acciones revocatorias y anulatorias posibles.

    Una última apostilla sobre los textos citados y está referida al fundamento de la prisión preventiva: “se funda en la naturaleza y gravedad de los hechos inicialmente imputados y en su repercusión en el medio social”. Parece mentira, pero seguimos por el camino errado, dejando librada la medida cautelar de pérdida de la libertad durante el proceso a una cuestión de conciencia o de convicción moral de los jueces, cuando existe una normativa clara y precisa que dispone cuándo no se aplicará y a contrario, cuándo es imperativo aplicarla. Son las leyes 15.859 y 16.058 y en ellas se menciona  se menciona “la naturaleza del hecho imputado” al único efecto de evaluar que el procesado no intentará sustraerse a la sujeción penal ni obstaculizar la marcha del proceso.

      En cuanto a “la gravedad” de los hechos, no existe ninguna pauta jurídica que indique cuándo un delito es grave y cuándo no lo es. Sería pura convicción moral, sin posibilidad de fundamento alguno. Y por contera, aparece toda una novedad: “la repercusión en el medio social”. Ya teníamos por ley  “la grave alarma social”, inescrutable realidad que hasta ahora nadie ha podido definir, pero que igual sirve para encarcelar a la gente. Ahora tendríamos a mano una especie distinta, “la repercusión en el medio social” que, necesariamente, debe ser algo diferente de aquella otra pues no son sinónimos. Pero en tanto aquélla debía ser “grave”, esta otra no necesita calificativo; es la repercusión social “ad libitum”, anidando en la conciencia de quien la proclama. ¡Buenas las tenemos a partir de ahora! Y otra vez la libertad del hombre sujeta al vaivén de la interpretación de los jueces, infeliz contribución en favor del determinismo psicológico ante la imparcialidad claudicante.

     Terminaré estas apostillas transcribiendo al eximio maestro que fue Adolfo Gelsi Bidart, hombre de impar autoridad intelectual en materia de derecho procesal. Refiriéndose a la prisión preventiva, de la cual fue su más tenaz detractor, decía el Dr. Gelsi: “En nuestro país, en la práctica, la prisión preventiva es una pena anticipada. En consecuencia, es una pena absolutamente inconstitucional. Ni alarma social ni ninguna otra cosa por el estilo. Este es un punto sobre el cual existe en los medios forenses, lamentablemente, una mentalidad acostumbrada a una violación constante de la Constitución –sin darse cuenta, naturalmente- que debe erradicarse en forma absoluta y total desde el comienzo. Cuando un juez entienda que procede la medida cautelar de privación de la libertad, deberá disponerla: 1) fundándola expresamente, de acuerdo a las circunstancias del caso y para prevenir alguno de los riesgos indicados; 2) estableciendo que cesará apenas desaparezcan éstos; en el caso de las pruebas, una vez diligenciadas las que corran peligro de perderse. Sin embargo, el peso de la práctica tradicional es tan grande  -así, junto al C. de Instrucción Criminal existió otro Código práctico que fue el realmente practicado y que se consolidó en el Código del Proceso Penal- que pensamos, desde el punto de vista de la eficacia, que sólo una ley que disponga lo contrario de lo que se ha hecho hasta el presente, conseguirá revertir el sentido de lo que viene actuándose desde 1830”.

    Lejos de alegrarme, la transcripción me apena  en cuanto refleja el atraso en que vivimos. Y aunque es más extensa, no sigo copiando porque, además, me da vergüenza, mucha vergüenza.