miércoles, 30 de abril de 2014

LA INDEFENSIÓN EN EL PROCESO PENAL URUGUAYO


      El procesamiento de un conocido abogado del fuero penal resulta propicio para hilvanar algunos comentarios sobre el perverso proceso penal uruguayo. Como Ud. recordará, no es la primera vez que me acojo a la generosidad de su semanario para referirme a este tema ni nunca serán suficientes las que pudieren venir  para aborrecerlo hasta la execración. Lástima que mi voz sea la de un solitario que clama en el desierto ante el injustificable silencio de quienes debieran ser los primeros en levantar su protesta por estar a diario en contacto con él, ya en el aula, ya en los estrados judiciales, más aún, en un país donde se ha hecho una verdadera industria de la defensa de los derechos humanos, con  importantes réditos políticos en algunos casos.

    Con expresiones de condena hemos podido ver estos días a los abogados defensores de las personas procesadas referirse a la indefensión de sus representados en el proceso penal abierto contra ellas. Según la información periodística, estas personas fueron aprehendidas el día 25 de noviembre a las 11 de la mañana y a las 3 de la mañana del día siguiente ya estaban procesadas. Pero durante el largo período que duró la investigación presumarial los abogados defensores nunca tuvieron acceso al expediente, por lo que desconocían las pruebas de cargo acumuladas en él por el juez y por el fiscal contra sus defendidos. Y aunque desde el punto de vista estrictamente jurídico les asista razón,  bueno es recordar que este penoso cuadro se ve a diario en nuestros juzgados con competencia en materia penal. Es una práctica corriente con la  cual conviven pacíficamente los llamados “operadores del proceso”, incluyendo a las organizaciones profesionales que dicen representarlos, sin que hasta ahora a nadie se la haya oído decir “esta boca es mía”.

  El caso de los procesamientos por delitos relativos al narcotráfico, con ser emblemático por la notoriedad de los enjuiciados, no es una excepción, sino uno más en la devenir cotidiano de nuestro degradado proceso penal. Lo mismo podría decirse del banquero extraditado de los Estados Unidos, cuando llegó al país un 10 de septiembre y el 11 ya estaban prontas la vista fiscal y el auto que lo procesaba con prisión preventiva. Porque en nuestro país el derecho de defensa de una persona indagada o sospechada cuando no existe flagrancia se limita a tomarle una única declaración en presencia de su abogado y nada más. Nadie puede producir prueba en contrario antes del procesamiento. Juez y fiscal pueden tomarse meses y hasta años para reunir prueba en contra de una persona y una vez que entienden que ya es suficiente, la citan y, policía mediante y esposada, llega al juzgado para recién enterarla de todo lo actuado en su contra. Claro, allí es cuando los escrúpulos constitucionales del juez quedan a salvo, tomándole al indagado una única declaración en presencia de su abogado, absolutamente irrelevante para impedir un procesamiento que ya está predeterminado en la intención de sus juzgadores. Puro formulismo jurídico, ante la desesperación de quien, atónito, ve que no se le ha permitido articular su defensa. La prueba en contrario, es decir, la de descargo, la podrá producir después de procesado y metido en prisión preventiva, pero nunca antes.

  Ante tanto atropello, la ley 17.773 del 20 de mayo del 2004 vino a resultar un espejismo jurídico para lectores desprevenidos, en cuanto teóricamente dispuso que “los indagados y sus defensores tendrán acceso al expediente durante todo el desarrollo del presumario”. Porque si el presumario puede durar meses o años y al indagado y su defensor recién se les da conocimiento de su contenido el día en que el juez y el fiscal están decididos a procesar, la violación del precepto aparece clara y bien perfilada, con su consecuencia inevitable, la nulidad, toda vez que se ha incumplido una garantía fundamental del proceso, prevista incluso en la ley internacional y cuyo designio más obvio es la protección de la libertad del hombre, en riesgo de perderse ante la justicia  penal. De  ahí la queja permanente de los abogados, siempre discreta y resignada, cuando protestan porque no tuvieron acceso al expediente. Y tienen razón por cierto, aunque en el caso concreto me viene a la memoria Caifás cuando se rasgó las vestiduras horrorizado por la respuesta de Jesús.

  Nuestro degradado proceso penal, vuelvo a decirlo, hace mangas y capirotes del amplio espectro de garantías que el llamado Pacto de San José de Costa Rica consagró a favor de las personas cuando son llevadas ante un tribunal penal. Y esto no es filosofía, sino derecho positivo desde que la ley 15.737 del 8 de marzo de 1985 aprobó la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Al caso concreto, “ser informada sin demora y en forma detallada, de la naturaleza y causas de la acusación formulada contra ella”, “disponer del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa”, “interrogar o hacer interrogar a los testigos de cargo y a obtener la comparecencia de los testigos de descargo y que éstos sean interrogados en las mismas condiciones que los testigos de cargo”. En nuestro país esto recién funciona cuando el procesamiento y la prisión preventiva ya son hechos consumados y las apelaciones pura gimnasia forense. Y ni hablar de la segunda, donde la Convención dispone que “la prisión preventiva de las personas que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general”, toda vez que aquí es exactamente al revés. Nuestra jurisprudencia cotidiana mete en prisión a la gente atendiendo a la “gravedad” de los hechos o porque aún hay prueba por diligenciar, pero ausente todo fundamento de derecho que la justifique. Triste refugio de la conciencia moral para escarnio de la libertad de hombre.

 

                                                                              


 


 

  


jueves, 17 de abril de 2014

PRISIÓN PREVENTIVA Y ARBITRARIEDAD

    Algunos hechos ocurridos recientemente y que aún mantienen una alta repercusión pública, han puesto en la picota a nuestro degradado proceso penal, más concretamente, a la prisión preventiva y su variante humanizada, conocida como medidas sustitutivas. Es que estando en juego la libertad del hombre, podría decirse que los anticuerpos reaccionan automáticamente, metafóricamente hablando.

   Dichos sucesos han originado críticas de todo tipo, pues nadie quedó sin decir su palabra de condena, desde el más modesto ciudadano hasta  encumbrados juristas, incluyendo a quienes podríamos llamar  -remedando a las Cortes españolas-  la “masa encefálica” del derecho penal uruguayo, enfrentada con resignación a hechos irreversibles. Para mayor escarnio, desde algún órgano especializado de las Naciones Unidas se reclamaba contra la aplicación abusiva y maliciosa de la prisión preventiva en el Uruguay.
   Buena cosa es, entonces, sumar críticas y condenas al proceso penal uruguayo como una forma de exteriorizar el rechazo a un sistema casi medieval de juzgar a las personas y que ya roza los lindes de la obscenidad jurídica, justo allí donde la presunción de inocencia debiera blindar su indemnidad ante el asedio inquisidor de jueces y fiscales buscando la sombra de un delito, tal como Diógenes andaba con su linterna buscando un “hombre digno”. Aunque aquí también se trata de buscar un hombre digno, pero para meterlo en prisión preventiva y así arruinarle la vida. Que ese es el resultado final de su inmisericorde aplicación.

  Efectivamente es así. La imposición arbitraria de la prisión preventiva, amparada en textos legales de deplorable redacción y peor aún, en ausencia de éstos,  se ha convertido en el azote de la gente honrada que por primera vez debe enfrentarse al drama de un proceso penal que recién comienza.  Aplicada a piacere por jueces y fiscales con los pretextos más variados, ajenos todos al imperio de la legalidad, hoy se yergue triunfante sobre los derechos humanos de los procesados, ante la indiferencia general y el estupor de quienes, sin conocerla, creen en la Justicia.  

   Para los desafortunados de turno que deben sufrirla no hay discursos parlamentarios altisonantes, ni políticos preocupados, ni paz y justicia, ni protestas tumultuosas frente a la Suprema Corte, ni jueces en San José,  último refugio de la consabida cháchara latinoamericana en la materia. Su imposición innecesaria se sufre en silencio y con resignación ante la falta de medios para evitarla. Igual que la muerte.

    La “gravedad del hecho” y la “grave alarma social” consagradas en sendos textos legales, con su imprecisión y una laxitud que espanta, han ambientado una aplicación casi africana de la prisión preventiva para escarnio de la libertad del hombre, degradando las llamadas “garantías del debido proceso” a un mero recitado sin alma, para repetir en el aula  en un día de examen. Definitivamente sepultado por nuestros jueces el único fundamento que podría justificar su imposición, que es la sospecha fundada de fuga del procesado, ya no quedan medios idóneos para detener el golpe cuando al cabo de la instrucción preparatoria  la Justicia lanza su estocada final: la gravedad de los hechos.

   Por si todo esto fuera poco, ha reaparecido con su rostro de Medusa el  “Abuso de funciones en casos no previstos especialmente por la ley”.  Muy constitucional y todo lo demás, pero también muy apto para darle antojadizamente carácter delictivo a cualquier causa de anulación de los actos administrativos, -de esas que se dan a diario en toda la Administración Pública-  aprovechando la frontera difusa que los separa. Y también, pasaporte seguro para mandar a  gente honrada al oprobio de la cárcel inmerecida, penoso tributo que ahora deben pagar quienes se dedican por entero a la causa pública.

  Contrastando con ese abandono de la libertad del hombre a merced de criterios puramente psicológicos que nunca podrán justificarse racionalmente, los medios daban cuenta de la reciente aparición en el proceso penal uruguayo de las llamadas Instancias de Mediación, novedoso  sistema destinado a que víctima y victimario “dialoguen sobre el delito y sus consecuencias para la víctima” y hasta se pongan de acuerdo en su reparación. Todo en un ambiente de reencuentro fraterno, de alta inspiración humanitaria, bajo la mirada complaciente de nuestros tribunales penales. Bienvenidas y buena suerte les deseo, aunque por contraste, no deja de haber cierta ironía poética en ello.

  En efecto, sería deseable que un hálito, aunque más no fuera, de esa noble inspiración soplara sobre jueces y fiscales, sin necesidad de seguir protocolos de las Naciones Unidas ni del apoyo de benefactores internacionales, para que se hicieran tiempo un día en la semana para visitar a quienes  salieron en libertad provisional  después de sufrir  varios meses el calvario  de la prisión preventiva. Y  les preguntaran qué fue de sus vidas, qué fue de sus familias, de su entorno social, qué fue de su trabajo,  a qué se dedican ahora. Y sobre todo, qué harán ahora para recuperar el honor perdido, la dignidad pisoteada, qué harán para recuperar la esperanza.

  Verán entonces, los que quieran verlo, la tremenda inmoralidad de la prisión preventiva  -como decía Carrara- y los daños irreparables que provoca en el ser humano, dotado de derechos fundamentales inherentes a su libertad. Todo innecesario, todo perfectamente evitable, sin que la Justicia se resintiera en lo mínimo ni las leyes dejaran de cumplirse, con solo recurrir a las medidas alternativas, sustitutivas del oprobrio carcelario. Con este pequeño giro todos habrían ganado, incluso quienes resultaren perdedores al final del proceso. Pero en todo caso siempre habría un ganador supremo: la libertad del hombre. Entonces se darían cuenta que el esfuerzo valió la pena y que la humanización del procesamiento está al alcance de la mano.