sábado, 31 de diciembre de 2016

                         VÁZQUEZ, MADURO Y EL MERCOSUR

           La actitud del presidente Tabaré Vázquez respecto de la situación de Venezuela en el Mercosur está resultando por demás extraña y ambienta interpretaciones cavilosas, allí donde todo debiera ser claridad de conceptos y posiciones naturalmente solidarias con sus países fundadores. Desde aquel rifirrafe que  armó Uruguay cuando se empeñó en “trasmitir” la presidencia del Consejo a Venezuela, no obstante la posición contraria de Argentina, Brasil y Paraguay, hasta el día de hoy, la  actitud del gobierno uruguayo –es decir, Tabaré Vázquez y su canciller- es de  partido tomado a favor del gobierno de Nicolás Maduro, que no es lo mismo que decir Venezuela.

         Vinieron luego las declaraciones de Vázquez formuladas desde Europa, en plena gira, cuando con el habitual desconcierto que ellas producen cada vez que debe improvisar algún pensamiento ante la prensa, dijo esta enormidad, entre otras, tal como si hablara para extraterrestres: “Pero hay un poder legislativo que lo tiene la oposición, hay  un poder judicial y hay un poder ejecutivo funcionando. Mientras estas condiciones se den,  nosotros creemos que no existen elementos para aplicar la cláusula democrática”.

         Pareciera que el presidente Vázquez ignora lo que todo el mundo sabe sobre la separación de poderes en Venezuela: que la Asamblea Nacional ha sido despojada, de hecho, de todas sus competencias por el Tribunal Supremo de Justicia, de integración totalmente  chavista, el cual revoca de oficio o anula, en su caso, las resoluciones del órgano legislativo, a tal punto, que lleva dictadas 44 sentencias en ese sentido. No obstante, el presidente Vázquez le adelantó a Maduro que Uruguay se opondrá a cualquier intento de suspensión por aplicación de la cláusula democrática, pues en Venezuela existe separación de poderes. Una especie de seguro de vida en el Mercosur.

        Maduro inmediatamente celebró las palabras de Vázquez y adelantando una casilla en su juego, le arrancó una entrevista diciendo que se  tomaría un avión para entrevistarse con él. Pero como siempre sucede, no tomó ningún avión ni fue al Brasil a decirle a Temer en los ojos que es un cobarde. Todo se redujo a una teleconferencia durante la cual Vázquez, solícito y complaciente, apeló al diálogo y a la comprensión -es decir, a la nada, que es la mejor manera de que todo siga como está- para reiterarle que Venezuela  no tiene voto, pero tiene voz en el Mercosur. Con lo cual el gobierno uruguayo tomaba aún mayor distancia de sus pares de Argentina, Brasil y Paraguay, en actitud claramente insolidaria y rupturista.

       Vinieron luego los sucesos de Buenos Aires protagonizados  por  la  canciller  venezolana  Delcy Rodríguez, una comunista irredenta que conoce bien lo que indican los manuales en estas circunstancias. Absolutamente previsibles, solo la medianía del presidente Macri y su canciller pudo permitir que sucedieran. Un bochorno para el Mercosur, con sus cancilleres reunidos con cara de asombro en una  piecita del fondo y un triunfo internacional para la diplomacia chavista. Por  las dudas, el canciller uruguayo Nin Novoa – a quien habría que decirle que no use más el verbo “internalizar” porque no existe en el Diccionario- se limitó a decir que fue un hecho grave, pero que solo comprometía las relaciones entre Argentina y Venezuela. Uruguay, nada que ver.

         Mucho se ha escrito últimamente sobre lo extraña que resulta la actitud de Uruguay en el Mercosur, desmarcándose de sus socios naturales y tomando partido decididamente por Venezuela, un país que poco tiene para ofrecer, con una crisis galopante y con un gobierno que arrambló con todos los derechos humanos, con  presos políticos y grupos paramilitares asediando a quienes se atrevan a protestar en las calles. Sin embargo, un propósito aparece bien perfilado en la persona del presidente Vázquez, que explica, a mi juicio, la posición del gobierno uruguayo. Y no es otro que el de escapar  indemne a la diatriba y los insultos habituales que el presidente Maduro difunde a diario por cadenas de radio y  televisión.

     Y lo va logrando, podríamos decir. Más aún, recibió de Maduro la calificación de “hombre bueno”, giro que le viene de perlas y que acentúa su propósito de persistir transitando por  la senda de “salvar la pelleja” a como dé lugar, libre de aquellos insultos. Cayeron Temer, Macri, Cartes y sus respetivos cancilleres. Todos integran la “derecha internacional”, son “cobardes”, “oligarcas”, “traidores” y toda la conocida adjetivación de álbum de figuritas del 60 que la paleoizquierda utiliza en estos casos y a la cual se sumó la plana mayor del Pit-Cnt que, como se sabe, codirige las relaciones exteriores del gobierno cívico-sindical que tiene el país.

         Naturalmente que los gobiernos de los países fundadores toman nota y callan. El bochorno de Buenos Aires tuvo su origen, en buena parte, en el certificado de fe democrática que Vázquez le extendió a Maduro desde Europa. En algún momento empezarán a pasar factura, de las mil maneras que hay de pasarla. Entonces vendrán las cavilaciones y las apelaciones tontas al diálogo y a la hermandad de los pueblos. Aunque con recuerdos al “pajarico” de Maduro, por supuesto.
       
                                         


miércoles, 28 de septiembre de 2016

          EL FALLO REVOCATORIO DEL PROCESAMIENTO
                                  DE AMODIO PÉREZ    
                                   
       Cuando se trata de asuntos relativos a la presunta violación de los derechos humanos, nuestra Justicia sigue exhibiendo una extraña desviación hacia argumentos puramente ideológicos, absolutamente fuera de lo que debiera ser la aplicación recta de la norma jurídica, allí mismo donde la asepsia del juzgador es la garantía suprema de su imparcialidad. Es decir, el juez no debe ser objetivo, como con error suele decirse, sino imparcial, que es cosa distinta. Y ser imparcial no consiste en no tomar partido, sino en no tener partido tomado. Por eso, los jueces no sólo deben ser imparciales, sino, además, parecerlo.

      Esta reflexión viene a cuento a propósito de la reciente sentencia de un tribunal de apelaciones en lo penal que revocó el procesamiento del extupamaro Héctor Amodio Pérez, al cabo de un año exacto en que el mismo fuera dispuesto por una jueza de primera instancia. La apacible e impenetrable sordidez de la burocracia con sus tiempos eternos e indefinidos suele ser también una forma de violar  los derechos humanos, quizás la más pérfida y sutil, con su secuela de perjuicios, a veces irreparables. Es bueno saberlo y además, recordarlo.

      De la lectura de la sentencia de segunda instancia surge que el tribunal consideró que el asunto en examen, es decir, la apelación del auto de procesamiento, quedaba circunscrito a determinar en primer término si el procesado Amodio Pérez estaba alcanzado por la ley de amnistía 15.737 del 8 de marzo de 1985, lo cual surgió comprobado de la planilla de antecedentes agregada a los autos. Por lo tanto, no correspondía ingresar al fondo del asunto, es decir, los delitos imputados por la sentencia de primera instancia que, como se recordará, era un popurrí de desaciertos jurídicos de todo tipo.

      No obstante lo simple del caso planteado y su claridad para definirlo en pocas líneas, el tribunal se hizo lugar para insertar una serie de consideraciones ajenas por completo a la estricta aplicación de la norma y dar paso así a una posición ideológica bien definida. Dijo al respecto: “AP fue un felón que en las circunstancias en las que estaba no dudó en ponerse del lado de los carceleros militares para colaborar con los mismos, aportando información en busca de beneficios para sí. Todo como la manifestación propia de una personalidad egocéntrica, orgullosa, vanidosa, que estaba resentida y dolida con sus ex compañeros, tal como lo destacan todos los que a ese respecto se manifestaron”.

      Como es fácil advertir, la transcripción rezuma un dogmatismo militante que se afilia a ciertos preconceptos de nuestra Justicia penal y cuya aparición en el caso resultaba impertinente, toda vez que el propio tribunal  tenía bien definido que el punto a resolver era verificar la amnistía que fue decretada a favor del procesado. Entonces, ¿puede el tribunal en esas circunstancias colmarlo de calificativos agraviantes? ¿Puede denigrarlo sin respuesta cuando ya tenía decidido revocar su procesamiento? La contestación a ambas interrogantes es un sonoro y rotundo “no, no puede”. No puede, pero sin embargo pudo.

      La sensación que dejan estas cosas es que la revocación del procesamiento se hizo a regañadientes, porque no había más remedio, hipótesis que abona este párrafo final, enigmático y abstruso, que se ubica en la misma:  “la revocación de la decisión de enjuiciamiento es sin perjuicio de la valoración que deberá hacerse de las declaraciones realizadas por H. A. P., así como las de todos los demás declarantes, en cuanto corresponda, para aclarar los hechos investigados en autos”. Que pasado al español corriente significaría algo así como “sigan investigando que a lo mejor lo podemos pillar en otra y lo traemos de nuevo por aquí”.

      No obstante, líneas más arriba el mismo tribunal había dicho que  por haber sido amnistiado “se había extinguido a su respecto la acción penal por eventuales ilícitos por el período entre 1962 y 1985”. Otra contradicción y un final para la perplejidad: se revoca el procesamiento y se le declara en libertad provisional. Es decir, que ésta ya no sería  una medida aneja al procesamiento con prisión, sino que tendría vida independiente y podría subsistir más allá de la revocación.

      Esta sentencia confirma la percepción, ya bastante generalizada, de que nuestra Justicia no consigue desprenderse de una concepción más o menos  africana del proceso penal. Y que eso que llamamos con cierta guasa “las garantías del debido proceso” de muy  poco sirve para contener desbordes como los mencionados, justamente allí donde se proclama defender los derecho humanos con la bandera al tope.  







viernes, 23 de septiembre de 2016

    EL CASO AMODIO: EL DESBORDE DE UN TRIBUNAL DE APELACIONES    
                     
       Cuando se trata de asuntos relativos a la presunta violación de los derechos humanos, nuestra Justicia sigue exhibiendo una extraña desviación hacia argumentos puramente ideológicos, absolutamente fuera de lo que debiera ser la aplicación recta de la norma jurídica, allí mismo donde la asepsia del juzgador es la garantía suprema de su imparcialidad. Es decir, el juez no debe ser objetivo, como con error suele decirse, sino imparcial, que es cosa distinta. Y ser imparcial no consiste en no tomar partido, sino en no tener partido tomado. Por eso, los jueces no sólo deben ser imparciales, sino, además, parecerlo.

      Esta reflexión viene a cuento a propósito de la reciente sentencia de un tribunal de apelaciones en lo penal que revocó el procesamiento del extupamaro Héctor Amodio Pérez, al cabo de un año exacto en que el mismo fuera dispuesto por una jueza de primera instancia. La apacible e impenetrable sordidez de la burocracia con sus tiempos eternos e indefinidos suele ser también una forma de violar  los derechos humanos, quizás la más pérfida y sutil, con su secuela de perjuicios, a veces irreparables. Es bueno saberlo y además, recordarlo.

      De la lectura de la sentencia de segunda instancia surge que el tribunal consideró que el asunto en examen, es decir, la apelación del auto de procesamiento, quedaba circunscrito a determinar en primer término si el procesado Amodio Pérez estaba alcanzado por la ley de amnistía 15.737 del 8 de marzo de 1985, lo cual surgió comprobado de la planilla de antecedentes agregada a los autos. Por lo tanto, no correspondía ingresar al fondo del asunto, es decir, los delitos imputados por la sentencia de primera instancia que, como se recordará, era un popurrí de desaciertos jurídicos de todo tipo.

      No obstante lo simple del caso planteado y su claridad para definirlo en pocas líneas, el tribunal se hizo lugar para insertar una serie de consideraciones ajenas por completo a la estricta aplicación de la norma y dar paso así a una posición ideológica bien definida. Dijo al respecto: “AP fue un felón que en las circunstancias en las que estaba no dudó en ponerse del lado de los carceleros militares para colaborar con los mismos, aportando información en busca de beneficios para sí. Todo como la manifestación propia de una personalidad egocéntrica, orgullosa, vanidosa, que estaba resentida y dolida con sus ex compañeros, tal como lo destacan todos los que a ese respecto se manifestaron”.

      Como es fácil advertir, la transcripción rezuma un dogmatismo militante que se afilia a ciertos preconceptos de nuestra Justicia penal y cuya aparición en el caso resultaba impertinente, toda vez que el propio tribunal  tenía bien definido que el punto a resolver era verificar la amnistía que fue decretada a favor del procesado. Entonces, ¿puede el tribunal en esas circunstancias colmarlo de calificativos agraviantes? ¿Puede denigrarlo sin respuesta cuando ya tenía decidido revocar su procesamiento? La contestación a ambas interrogantes es un sonoro y rotundo “no, no puede”. No puede, pero sin embargo pudo.

      La sensación que dejan estas cosas es que la revocación del procesamiento se hizo a regañadientes, porque no había más remedio, hipótesis que abona este párrafo final, enigmático y abstruso, que se ubica en la misma:  “la revocación de la decisión de enjuiciamiento es sin perjuicio de la valoración que deberá hacerse de las declaraciones realizadas por H. A. P., así como las de todos los demás declarantes, en cuanto corresponda, para aclarar los hechos investigados en autos”. Que pasado al español corriente significaría algo así como “sigan investigando que a lo mejor lo podemos pillar en otra y lo traemos de nuevo por aquí”.

      No obstante, líneas más arriba el mismo tribunal había dicho que  por haber sido amnistiado “se había extinguido a su respecto la acción penal por eventuales ilícitos por el período entre 1962 y 1985”. Otra contradicción y un final para la perplejidad: se revoca el procesamiento y se le declara en libertad provisional. Es decir, que ésta ya no sería  una medida aneja al procesamiento con prisión, sino que tendría vida independiente y podría subsistir más allá de la revocación.

      Esta sentencia confirma la percepción, ya bastante generalizada, de que nuestra Justicia no consigue desprenderse de una concepción más o menos  africana del proceso penal. Y que eso que llamamos con cierta guasa “las garantías del debido proceso” de muy  poco sirve para contener desbordes como los mencionados, justamente allí donde se proclama defender los derecho humanos con la bandera al tope.  

viernes, 16 de septiembre de 2016

              OTRO TRASPIÉ  DE  LA DIPLOMACIA  URUGUAYA

     Lo impropio y hasta grosero de las expresiones del ministro provocaron la inmediata respuesta del gobierno brasileño y la perplejidad de Argentina y Paraguay que, bien diplomáticamente, soslayaron el asunto. Pero quien no tardó en celebrarlo como un triunfo bolivariano fue el presidente Maduro: no sólo se proclamó “estar en batalla” para defender el Mercosur, sino que también colmó de expresiones laudatorias a Uruguay y su presidente por “la fuerza moral” que demostraron. Cual bumerán, el exabrupto retornó convertido en laurel.

     Conminado –y nunca mejor usado el verbo- de inmediato por Brasil a dar explicaciones, el gobierno uruguayo, una vez más, dio muestra de su pobreza argumental en el tema, despachándose  con una declaración que abruma por su vulgaridad. Dijo la cancillería que “hubo un malentendido sobre la propuesta brasileña de realizar actividades conjuntas” y que “ahora ha quedado claro que la misma no guarda relación alguna con el traspaso de la presidencia”. Veamos qué quiere decir esto.

    Quiere decir, en primer término, que la propuesta brasileña presentaba para Uruguay cierta ambigüedad interpretativa en cuanto podía vincularse con el traspaso de la presidencia en el Mercosur. Y que en la duda, el gobierno de Vázquez  optó por prejuzgar intenciones y dijo “nos quisieron comprar el voto”, poniendo a Brasil en la picota internacional, por lo censurable de su proceder, bien perfilado como abusivo. Diplomáticamente, un verdadero desastre, que no midió las consecuencias de todo tipo que, acusación tan tremenda, podría irrogar y que en algún momento han de llegar.

      Viene a continuación un tramo de la declaración que no tiene desperdicio: “Ahora ha quedado perfectamente claro que la misma no guarda relación alguna con el traspaso de la presidencia…” O sea que, antes de la protesta, el ofrecimiento de Brasil se presentaba “oscuro”, por lo cual el gobierno uruguayo se inclinó por una interpretación maliciosa de los hechos, cuando bien pudo callar con mejor resultado para todos. Porque si ahora todo está “perfectamente claro” es porque antes no lo estuvo, circunstancia ésta que en ningún caso autorizaba al canciller a proferir el exabrupto.

     Severamente condicionado por la región en lo exterior y por los ermitaños del socialismo estalinista, nostálgico del muro de Berlín, en lo interior, el presidente Vázquez agrega ahora a sus preocupaciones  la amenaza siempre latente de ser alcanzado por la bocaza enorme de Maduro. Poco afecto a la exposición pública,  espera que el toro pase de largo sin lastimarlo. No obstante, el bolivariano sigue firmemente instalado en el Mercosur, seguro de que nadie lo sacará y se proclama “en batalla” para defenderlo.

     A estas alturas, bueno sería recordar  que el verdadero origen de esta fritura internacional en la cual Uruguay está inmerso, se encuentra en la claudicación  ignominiosa del entonces presidente Mujica, cuando Dilma  Rousseff y Cristina Fernández le arrancaron su complacencia para suspender a Paraguay del Mercosur  y despejar así el camino  para el ingreso de Venezuela por la ventana.

     Paraguay soportó estoicamente el oprobio de la suspensión  sometido a la “vigilancia de la autoridad”, dio al mundo el ejemplo de unas elecciones libérrimas y recobró la plenitud de su soberanía, entonces hollada personalmente por el mismo Maduro. Ahora, firmemente plantado ante los insultos del autócrata y sus torpezas, da otro ejemplo de dignidad.

miércoles, 27 de julio de 2016

EL CAMBIO EN LA PRESIDENCIA DEL MERCOSUR

     La transferencia de la presidencia del Consejo del Mercado Común, que debe pasar de Uruguay a Venezuela, ha dado lugar a una situación más o menos  esperpéntica, con una tergiversación deliberada de la realidad por sus mismos protagonistas, en función de intereses puramente políticos.

     Sobre el tema propiamente dicho de la transferencia de la presidencia como acto jurídico, se ha armado un verdadero rifirrafe: el gobierno uruguayo ha dicho reiteradamente por boca de su canciller que su decisión es “entregar la presidencia a Venezuela”, es decir, “traspasarla” según el mismo vocabulario oficial. Sería también, en el mismo sentir, lo jurídicamente correcto, tal como lo disponen los tratados vigentes.

     En la posición opuesta se encontraría el gobierno de Venezuela según lo expresara su pintoresca canciller cuando  apareció sin previo aviso en Montevideo y descargó munición gruesa sobre Brasil  y Paraguay al mejor estilo “maduriano”, provocando el desbande de los cancilleres que por aquí estaban, prontos para reunirse. Según esta posición, la presidencia se transfiere por el solo cumplimiento del plazo semestral, sin que sea necesaria la reunión  del Consejo ni la aquiescencia de sus integrantes.

      Una percepción más atenta del caso, lejos de la improvisación propia del momento televisivo, nos permitiría discernir de qué cosa estamos hablando.  Como la normativa aplicable (12 de Asunción y 5 de Ouro Preto) no dice cómo se hará ese cambio semestral de la presidencia, la ausencia debe superarse aplicando en lo pertinente la teoría  kelseniana del derecho: cualquier  interpretación conducente al fin indicado debiera tenerse por válida, sin excluir a ninguna que apunte a igual término. No hay ni laguna ni vacío legal, simplemente ausencia de legislación al respecto.

       En este caso, los precedentes abonan el procedimiento de “trasmitir” o “transferir” la presidencia mediante  un acto formal del Consejo del Mercado Común, con la presencia de todos sus miembros, requisito éste sin la cual no podría funcionar válidamente. De ahí la insistencia de Uruguay en reunirlo cuanto antes para sacarse de encima un asunto que, dicho sea de paso, le está quemando las manos, como le queman las manos todos los  vinculados a Venezuela, los cuales se tratan con una asepsia política que ya avergüenza por reiterada y temerosa.

     Así las cosas, es fácil advertir que se trata  de cumplir con un acto de investidura, el cual “supone” la necesidad de su realización para que los derechos y obligaciones que  son propios de determinados cargos, oficiales o no, adquieran efectividad. Son formalidades o protocolos más o menos simbólicos, que se confunden con la toma de posesión y que encuentran su origen en usos y tradiciones fundacionales.

     Al respecto, hay abundantes ejemplos en todos los órdenes,  siendo el más espectacular de ellos  el llamado “trasmisión del mando”, cuando después que jurar ante la Asamblea General, el presidente electo recibe la banda presidencial de su par saliente. De los pocos de imposición legal está la investidura de los empleados públicos, dispuesta por el art. 18 de la ley 11.923 de marzo de 1953.

    En suma, los protagonistas del caso “suponen” que debe existir alguna ceremonia o acto protocolar donde se “transfiera” la presidencia al cabo del semestre, aunque ninguna norma disponga  su realización. Lo importante en estos casos no reside en quien tiene que entregar  la presidencia, sino en quien debe recibirla por derecho propio.

    En el ejemplo anterior, bastaría que el presidente saliente no asistiera a esa “trasmisión” para que el entrante se quedara sin asumir, hipótesis heroica que demuestra lo prescindible del acto y hasta lo variado que puede resultar cuando ciertas hostilidades obstan a su  realización. Tal como sucedió en Argentina, al recibir Mauricio Macri  los atributos del mando de parte del presidente provisional del senado cuando  Cristina Fernández se negó a cumplir tal ceremonia.

    En el caso que nos ocupa bastaría la sola voluntad de asumir la presidencia y la constancia de que el nuevo  titular tomó el ejercicio efectivo del cargo, para que el nuevo semestre empiece a correr.  Las hipótesis pueden ser varias como ya quedó dicho, salvo que se entienda que los precedentes obligan en orden a lo políticamente correcto, que parece ser  la idea que asoma detrás de quienes pugnan por una reunión.

    Para finalizar, una variación sobre el mismo tema para referirme a la posición uruguaya para justificar la necesidad de entregar la presidencia, no obstante los insalvables reparos que merece el gobierno venezolano en orden a su funcionamiento democrático. En este sentido la realidad agobia con sus probanzas y causan estupor y hasta indignación por cuanto tienen de menosprecio a la inteligencia ajena, los argumentos oficiales, siempre complacientes con el gobierno venezolano.

    De la farragosa literatura oficial que se ha visto en estos días, rescato dos argumentos fundamentales: en Venezuela “hay un gobierno legítimo” y “no hubo quiebre institucional”, afirmaciones que sorprenden por su falsedad intrínseca y que también desmerecen por la penosa realidad que trasuntan, de miedo a despertar la ira siempre pronta a estallar del presidente Maduro. De la cual  el gobierno uruguayo ya recibió un “adelanto” con el vocabulario de patio con el que  la inefable  canciller  venezolana les cayó a Brasil y Paraguay en su reciente paso por Montevideo. 


     Del palabrerío insustancial con que el canciller trata de justificar esa posición complaciente del gobierno respecto de Venezuela, debe rescatarse su retorno al imperio del Derecho: “lo jurídico debe prevalecer sobre lo político” ha dicho reiteradamente. Lo opuesto de lo que expresó  con su voto cuando el canciller Almagro fue interpelado por la vergonzosa suspensión del  Paraguay: allí cohonestó sin reservas la explicación de Mujica para consumar el atropello: “lo político superó ampliamente a lo jurídico”. Entre tantas claudicaciones, algo para rescatar.

viernes, 27 de mayo de 2016

                 EL NUEVO CÓDIGO DEL PROCESO PENAL
 :                                           
                                                 (Breves apostillas) 

           A propósito de la inseguridad generalizada que  a diario vive el país, el presidente de la República Dr. Tabaré Vázquez ha organizado una serie de consultas con los partidos políticos para ver cómo se puede enfocar con alguna expectativa de éxito el combate a la delincuencia. Se han esbozado así varias soluciones en base a distintos abordajes, ya jurídicos, ya sociales o educativos. Podría decirse que ideas no faltan, aunque la mayoría apunta a una reformulación de las penas y de los institutos de liberación durante el proceso.           Repentinamente,  tal como cae un aerolito sobre la superficie terrestre, en la última reunión que celebró el Presidente con aquellos representantes, surgió como un hecho digno de la mayor celebración el acuerdo que se logró para que el Gobierno asista al Poder Judicial con la cantidad de US$40 millones para la pronta entrada en vigencia del nuevo Código del Proceso Penal. Con lo cual uno se queda preguntando cuál será la contribución efectiva que dicho Código tendría  en punto a la contención de la ola delictiva que asuela al  país. Porque siendo el proceso penal una consecuencia del delito y no a la inversa, no se advierte cómo podría incidir el orden instrumental del derecho en la disuasión  y prevención  de aquél. De ahí que las albricias con que ciertos sectores recibieron el hecho no aparezcan concordantes con los designios de aquellas reuniones presidenciales, acuciadas por una delincuencia rampante que no cesa ni aminora.


     No obstante, la ocasión es propicia para hilvanar algunos pensamientos referidos al nuevo Código, en particular sobre algunos aspectos que se presentaron como  dignos de celebración y a los cuales quiero referirme seguidamente, junto a otros, tratando de comprimir los más posibles temas que justificarían desarrollos incompatibles con toda noción de brevedad.


      Como percepción general, creo que se están exagerando los resultados  innovadores que tendría la aplicación del nuevo Código respecto del proceso actual, en particular cuando se señala el protagonismo que se le adjudica al Ministerio Público. A poco de andar se verá, no obstante y en mi sentir, que las cosas no son tan así como se las presenta.


     En efecto, actualmente el Fiscal actúa por propia iniciativa en el proceso penal, asiste a todas las diligencias desde el mismo momento en que los hechos se producen haciéndose presente en la escena, pide pruebas, asiste a su diligenciamiento, pide procesamientos y medidas cautelares, niega libertades sin dar mayores explicaciones y así hasta la sentencia definitiva. Su ímpetu inquisitivo no  tiene límites y muchas veces parece actuar de consuno con el juez, formando un binomio en apariencia inescindible a los ojos profanos. Podría decirse que el fiscal es quien marca la dinámica del proceso penal con sus múltiples intervenciones, algunas veces insólitas, pero toleradas con resignación.


     La diferencia estaría en que ahora el fiscal  tendría “casa propia” y la impedimenta del caso para enfrentar el delito en auge; y los imputados en vez de ir a declarar al juzgado, irían desde el comienzo a la fiscalía. Más de orden burocrático que propiamente sustancial.         La otra innovación de importancia que presenta el nuevo Código es que el proceso penal será oral y público, a diferencia del actual que es escrito y cerrado a cal y canto al mundo exterior. Un gran paso adelante para ventilar el proceso y prevenir los excesos de la Justicia sobre la libertad del hombre, pues ese es el fundamento de la publicidad: terminar con la Justicia impartida entre cuatro paredes. También para acortar los juicios; pero lo importante es lo otro.


     No obstante este buen propósito del legislador, la  redacción abstrusa y poco feliz de los artículos 268 a 270 del nuevo Código pone una nota de perplejidad en cuanto a la eficacia de los resultados prometidos. Se trata de normas  de contenido denso, pobladas de incisos, que regulan de una manera bastante compleja y hasta contradictoria el funcionamiento y desarrollo de las audiencias. Además, se reitera el error de llamar “preliminar” a la primera audiencia y “complementaria” a la segunda, con lo cual, si ésta complementa a la primera, ambas serían “preliminares”. La distinción fallida desmerece en el orden formal la funcionalidad del sistema.


     Otra novedad es el cambio de la terminología histórica en la materia: el “procesamiento” pasa a llamarse muy chilenamente “formalización”; tampoco habrá “procesado” ya que desde el comienzo de la investigación la persona “sospechada” se llamará imputado, con la carga de culpabilidad que el vocablo tiene, hasta la sentencia definitiva. Por ahora es un enigma qué redacción tendrá el auto del juez que admite “la solicitud de formalización”  y que ocuparía el lugar del actual auto de procesamiento (266, 267 y 269.6) Además, este pedido de formalización que debe cumplir el fiscal, puede presentarse por escrito “o aún verbalmente” ante el juez “si el imputado se encontrara detenido”, no habiendo ninguna indicación sobre cómo operaría la comunicación en este último caso.


    También el nuevo Código alumbra una reformulación de la prisión preventiva, tema sobre el cual el país no termina de sincerarse ni de llamar a las cosas por su nombre. Comienza auspiciosamente con una proclama soberbia y espectacular, largamente esperada: “En ningún caso la prisión preventiva será de aplicación preceptiva” ( 223). Con lo cual se desliga de la interpretación histórica del art. 27 de la Constitución –bien tenida por errónea por algunas voces- que entendía que era de aplicación preceptiva cuando el delito tenía mínimo de penitenciaría. Ahora eso se acabó, por lo menos, en la letra del la ley.


     Pero a continuación se abre un amplio campo de hipótesis (225, 226 y 227) en las cuales basta que halla “elementos de convicción suficientes” para que pueda disponerse la prisión preventiva, con lo que se ensancha considerablemente su ámbito de aplicación respecto de lo que hoy tenemos. Del mismo modo y como consecuencia de aquéllas, aumentan también  las posibilidades para que el Ministerio Público amplíe su habitual repertorio de inventos pretorianos con los que suele oponerse a los pedidos de libertad provisional. Comparadas con lo que se viene, “la grave alarma social” y “la prueba por diligenciar” bien podrían verse como una bendición.  


   


    

jueves, 3 de marzo de 2016

EL ABORTO Y LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA

    Quisiera agregar algunas reflexiones a las ya emitidas por otros lectores sobre ciertos conceptos que el Sr. Subsecretario de Salud Pública Prof. Dr. Leonel Briozzo expresó en el reportaje que “Búsqueda” publicó en su penúltima edición, relacionados con  la objeción de conciencia y los cuales encuentro particularmente graves por provenir de quien ha liderado, con más vehemencia que razones, esta cruzada en pro del aborto “ad libitum” y sin expresión de causa, que de eso se trata. Es decir, aborto porque se me antoja, dicho sin ambages ni circunloquios.

  Veamos: dice el Sr. Ministro: ….”el Ministerio quiere asegurarse que esas objeciones de conciencia sean justificadas. Porque para ser tal tienen que estar basadas en aspectos filosóficos, religiosos o de pensamiento…” Y más adelante agrega: “No es que se rechacen, sino que no son objeciones de conciencia reales”. Y remata sus opiniones con esta otra afirmación: “Existe la necesidad de fundar por parte de los colegas,  para que la objeción de conciencia no sea una objeción porque no se quiere hacer…”

      El Sr. Ministro debe saber, como patrocinante de la ley, que las objeciones de conciencia, por su propia naturaleza, no pueden fundarse ni  tampoco justificarse, por la sencilla razón de que son fenómenos psicológicamente puros que se dan en el interior de la persona, en su yo más profundo. Históricamente se ha habla de la “voz de la conciencia” para referirse a este tipo de actos que son producto de la conciencia moral del individuo y que como tales no pueden fundarse racionalmente. Félicien Challaye en su “Filosofía Moral” – compendio erudito sobre el tema- la define así: “Es la conciencia psicológica sometida a la distinción del bien y del mal, dominada por un ideal. La conciencia psicológica comprueba; la conciencia moral juzga”.

   Más concretamente, es la convicción moral la que determina intuitivamente la voluntad de actuar de cierta forma ante el caso concreto, optando entre lo bueno y lo malo, entre el bien el mal. Pudiera haber una reflexión previa que luego la voluntad concreta, pero también una actuar repentino ante casos que lo requieren por la necesidad de la inmediatez. La reflexión, cuando ella puede actuar, es una mirada hacia el interior más profundo, una manera de verse a sí mismo; luego viene la voluntad de expresarse de modo concordante, que la conciencia dicta como la mejor, la más buena o la menos perjudicial para le prójimo, pues toda persona anida en su interior un ideal moral como un fenómeno psicológico necesario, con prescindencia de cuales fueren los valores que lo integran.

   La moral convencional que rige nuestra conducta podrá variar con los tiempos y de hecho es así, pero siempre existe dentro del individuo una percepción extrarracional del espíritu que se nos impone con el valor de verdaderas categorías del deber. Por eso resulta extraño que el Sr. Ministro pretenda que el objetor de conciencia fundamente o explique su objeción o peor aún, examinar si son “reales” o no, cuando la propia psicología de la conciencia nos revela que su naturaleza no admite este tipo de controles.
   Bien dijeron algunos ginecólogos de similar jerarquía que el Sr. Ministro, que se pretendía gobernar la intimidad de sus pensamientos con estas exigencias ajenas a la ley. Y esa intimidad está protegida de tal manera por el Derecho que es prácticamente imposible penetrar en ella sin incurrir en una grosera violación de un derecho humano de vigencia universal, allí donde el hombre es considerado en la plenitud de su ser.

   En nuestro país esto no es filosofía, sino derecho positivo contante y sonante. En efecto, el art. 54 de la Constitución nacional ordena al Estado proteger mediante la ley “la conciencia moral y cívica de quien se hallare en una relación de trabajo o de servicio…”  Es decir, hay una obligación constitucional de proteger esa “conciencia moral” de las personas,  justamente lo contrario de lo que está haciendo el Sr. Subsecretario de Salud Pública con su obstinada pretensión de conocer  la intimidad del pensamiento de los médicos, jurídica y psicológicamente imposible.

  Y la normativa internacional, a la cual se le reconoce un rango superior al derecho nacional, es igualmente contundente. El art. 18 de la Declaración  Universal de los Derechos del Hombre, de Naciones Unidas, dice en su art. 18: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión…” Y el art. 12 del Pacto de San José de Costa Rica sobre Derechos Humanos, a cuya normativa este gobierno ha brindado una adhesión entusiasta y ruidosa, dice en su art. 12: “Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y de religión”.

   En fin, pretender que una persona ponga por escrito los fundamentos de una objeción de conciencia es una “contraditio in terminis” u oxímoron, en su terminología griega, porque lo típico, lo esencial de los fenómenos que se dan en el interior de la conciencia moral es que no pueden salir al exterior. Por eso en materia jurídica, particularmente en derecho penal, la convicción moral está proscripta como medio probatorio, porque lo único que podría decir quien así actuara es simplemente esto: condeno porque creo que es culpable o absuelvo porque creo que es inocente.

    Es bueno recordar a esta altura que el Sr. Ministro desliza otro error en sus declaraciones cuando dice que “la objeción de conciencia está muy bien definida”, porque el art. 11 de la ley 18.789 menciona la objeción de conciencia sin ningún tipo de definición ni condicionamiento. Es la objeción en estado puro, bien concebida, que se consuma por la mera comunicación del objetor a la institución donde trabaja. Tampoco podría el Poder Ejecutivo por vía reglamentaria entrar en distinciones que la ley no hace sobre qué cosa es la objeción de conciencia.

   Es de desear que el fanatismo con que la autodenominada izquierda defiende sus verdades absolutas deje paso a la reflexión y a la sensatez, privilegiando el Derecho sobre la pasión política. Porque una de las manifestaciones más perversas del fascismo, ya de izquierda, ya de derecha, en el siglo pasado fue apoderarse de la conciencia de los hombres hasta aniquilarla completamente. La tentación totalitaria está a la vuelta de la esquina allí donde un puñado de personas tiene la suma del poder público. Que la Constitución triunfante, rodrigón tutelar de nuestros derechos fundamentales, la siegue de plano para bien de todos.
  
                               
                             

            




martes, 1 de marzo de 2016

MALA “PROHIBITA” Y  “MALA IN SE”. Un dictamen fiscal que   incursiona en consideraciones políticas.      

    Versiones de prensa han publicado, parcialmente transcripto, un dictamen fiscal  por el cual se solicita el procesamiento de determinadas personas, imputándoles los delitos de “asociación para delinquir”, “desaparición forzada” y “homicidio muy especialmente agravado”. Aunque es razonable suponer que el dictamen debe ser de una extensión inusual por la publicidad que el asunto siempre tiene, lo poco publicado ya perfila un designio y me alcanza para ubicarme en el planteo general del caso, el cual se inscribe en una práctica jurídica de aparición reciente, vinculada indisimuladamente a determinadas concepciones políticas.  
  
   Como se trata de reconstruir un pasado que ocurrió hace más de 35 años, la Justicia se aplica a interpretar la historia nacional y aún la internacional, a los efectos de obtener de ella los precedentes necesarios para alcanzar  un objetivo ya predeterminado. Hay al respecto declaraciones contundentes de algunos magistrados, que abruman por la sinceridad con que proclaman sus designios.

   En el dictamen que comento se recurre una vez más a la llamada doctrina de la seguridad nacional y en 3 párrafos no más, el hilo conductor del fiscal-historiador llega, como no podía ser de otra manera, hasta los Estados Unidos, punto de partida de aquélla y centro de su propagación por América Latina, para desgracia de estos pueblos, naturalmente. “Nuestro país se vio entonces alcanzado por la denominada doctrina de la seguridad nacional imperante por estos lares. El objetivo primordial de las Fuerzas Armadas consistía en anular, neutralizar o rechazar a los agentes capaces de vulnerar dicha seguridad”. 

     En oposición a este objetivo de las Fuerzas Armadas, obviamente presentado como algo perverso y reprobable (“anular, neutralizar o rechazar”, perífrasis verbal donde caben todas las posibilidades que se busca tipificar), se sitúa a los jóvenes uruguayos “influenciados por la revolución cubana de 1959, por la guerra de guerrillas encabezada por Ernesto Che Guevara y por las ideas libertarias del mayo francés de 1968 y una significativa crisis socioeconómica y aún política en el país desde comienzos de la década de 1960”.  Así, en un periquete, se reconstruye el pasado y queda planteado el escenario de lo que luego sucederá: las Fuerzas Armadas en guerra contra los jóvenes uruguayos tocados por los ideales de la revolución cubana y el mayo francés.

   A este esquema simple, siguen luego otras incursiones históricas que aún hoy son objeto de polémica en sus definiciones, pero que siempre quedan bien: “el debilitamiento y la fragmentación de los partidos políticos” y Pacheco refugiándose en las medidas prontas de seguridad “en perjuicio de los movimientos sociales”. De esta manera, la mesa queda servida, diríamos metafóricamente hablando. No hace falta precisar qué quiere decir “crisis socioeconómica”, “movimientos sociales”, ni “debilitamiento y fragmentación de los partidos políticos”, porque todo ello se da por sobreentendido en su significación política y cualquier espectador o conocedor atento de aquella realidad sabe bien a qué se refieren esos circunloquios. El final es previsible, aún para el neófito, ya antes de terminar su lectura, según los precedentes públicamente conocidos.

   Lo que realmente sorprende y alarma de todo esto es que un dictamen judicial, que se supone ha de integrarse con argumentos estrictamente jurídicos, incursione en hechos reservados a la averiguación histórica, dándolos por ciertos o por ocurridos de determinada manera, con algunas afirmaciones de imposible probanza, caso de la   “crisis socioeconómica y aún política”, “el debilitamiento y la fragmentación de los partidos políticos” (léase “partidos tradicionales”) o “endurecimiento de las medidas en perjuicio de los movimientos sociales” (léase sindicatos). Con ello, el fiscal está haciendo una opción política y vela con una típica ideología una realidad aún en controversia. Porque eso es en sustancia esta parte de su dictamen: pura ideología. Y cuando el Derecho se inficiona de ideología, ya sabemos cuáles pueden ser los resultados y a donde van a parar los derechos de las personas.

   Si el Derecho ha de ser una ciencia del conocimiento, debiera estar vedada toda incursión de tipo político, filosófico o religioso por cuanto tienen de ideológico. Kelsen logró aislar científicamente, a su decir, el Derecho de toda esa indeseable conmixtión, depurándolo de toda ideología. Con palabra certera decía cuando describía la función de ésta: “Toda ideología política tiene sus raíces en la voluntad, no en el conocimiento; en el elemento emocional de nuestra conciencia, no en el elemento racional. Brota de ciertos intereses o más bien, de intereses distintos del interés por la verdad. Naturalmente que esta observación no implica un juicio de valor acerca de los intereses”.  Y en el caso que comento, se cae en ese desvío toda vez que se aceptan, casi como si fueran verdades reveladas, hechos históricos estereotipados por la repetición constante de una visión sesgada por otros intereses.

     El mito queda así instalado, con sus faunos, sus sirenas y sus centauros. Y la ideología cumple su función de velar la realidad, inficionando la asepsia con que el Derecho debe tratar los materiales jurídicos, en la función siempre delicada y riesgosa de dictar justicia, particularmente cuando de la libertad del hombre se trata.

   El resultado es absolutamente previsible. Las personas imputadas serán procesadas con prisión, aunque sus defensores lucharán contra lo ineluctable. Pura gimnasia jurídica, ya que no habría manera de refutar válidamente ante una sociedad que ya dictó su veredicto (léase “democracia de la opinión pública” o “democracia demoscópica”, al decir de Alain Minc), un dictamen que habla de “crímenes aberrantes”  que son “per se atentados contra el derecho internacional”, con más dramatismo verbal que rigor jurídico, toda vez que ambas concepciones suponen una vuelta al derecho natural.

   Porque hace ya largo rato que la Ciencia del Derecho tiene bien averiguado que en derecho penal sólo existe mala prohibita, pero no mala in se; es decir, una conducta es mala cuando está jurídicamente sancionada, pero no existen conductas “naturalmente” malas. Cualquier suposición en contrario termina inexorablemente envuelta en los vericuetos de la religión natural, de la metafísica o de las religiones positivas. Por ello, es siempre el legislador el que califica de mala determinados actos de los hombres, en concordancia con el principio nulla poena sine lege, nullum crimen sine lege. Del mismo modo, ha de ser el legislador quien califique de aberrantes similares conductas, pero en tanto ello no suceda estaremos en el ámbito del lenguaje vulgar, muy respetable y merecedor de toda adhesión emocional, pero ciertamente fuera de la legalidad.

  



   

martes, 23 de febrero de 2016

       LA “MANÍA DE CÁRCEL”

En “El País” del 31 enero del corriente año se publica un extenso reportaje al fiscal en lo penal Dr. Gustavo Zubía titulado “El delincuente hace cálculos y le es negocio delinquir”. En una página entera, dicho magistrado desgrana con valentía y verdadera honestidad intelectual –y hasta con pasión- toda una teoría acerca de la persecución del  delito por medio de las penas actuales, convertidas en “penas de papel”, según su decir, por la existencia de “enormes beneficios” que permiten la recuperación de la libertad en las personas procesadas.

    Sería impertinente a la inevitable brevedad de este comentario transcribir todas las expresiones del Sr. Fiscal que ocupan dicha página, pero viene al caso hacerlo con aquellas que apuntan contra las distintas maneras de obtener la libertad en nuestro proceso penal y contra las cuales se rebela sin ningún tipo de consideración. Por ejemplo: “El problema es que tenemos una cantidad de beneficios excarcelatorios para que ese 1% que está dentro pueda ir eludiendo la pena” y arremete  contra la libertad provisional. Otra: “En total hay unos diez beneficios para que la persona no cumpla la prisión. Otro mecanismo es la libertad condicional”.

    Así siguió con la libertad anticipada, la suspensión condicional de la pena, hasta llegar a la prescripción, que tampoco   se salva de su empeño, para concluir con esta expresión lapidaria y totalizadora que resume su pensamiento: “El Estado pasa dando incentivos y beneficios para que no tengamos presos”. O sea y dicho en el correspondiente español, que si el Estado fuera menos sensible a las demandas de libertad que plantean los procesados en ejercicio de sus derechos, los presos estarían donde deben estar todos los presos: en la cárcel.

    Verdaderamente, cuesta aceptar sin un dejo de rebeldía que un magistrado del fuero penal comulgue con estas ideas totalmente reñidas con criterios jurisprudenciales basados en la ley positiva, que se suponían bien consolidados desde larga data y que, a modo de escudo, repelían todo intento de volver a la pena por la  pena misma, sin ningún alivio que pudiere mitigarla por vía de la excarcelación, allí mismo donde la fe en el sistema es el elemento espiritual que dinamiza la suprema autoridad de los fallos judiciales.

    Quien participe de ideas tan extravagantes estaría contaminado, en cierto modo, la asepsia exigible en todo magistrado en cuanto a no tener partido tomado por una aplicación rotunda del rigor como único medio de contener el delito. Es decir, que reniegue por principio de los instrumentos liberadores que el hombre tiene por derecho en el curso del proceso penal. Más aún cuando se acusa al Estado de ser el responsable de que los presos no pasen en la cárcel todo el tiempo que, en la percepción del fiscal, debieran pasar, penosa construcción represiva que privilegia la prisión sobre toda noción de enmienda y recuperación.

    “Manía de cárcel” se le llamó acertadamente cuando las costumbres de la época sólo respondían con el encierro carcelario a la caída del hombre en el delito. Si bien es cierto que los  tiempos cambiaron, pareciera que la manía de cárcel aún subsiste en concepciones más o menos selváticas como la que comento, honrando las precedentes de quienes entendían que una actitud reactiva y pronta de la sociedad justificaba la cárcel inmediata y duradera.


     Cuesta creer entonces, que institutos procesales de alivio de las penas, cuya raigambre se remonta a la Constitución de 1830 y a la primera codificación, sean hoy discriminados como instrumentos del delito, terrible argumento a favor del rigor de la pena por el rigor mismo. Un paso atrás que desconoce que en el perfil humanitario que debe existir en su aplicación, late siempre la esperanza de una redención, más allá del sufrimiento y de la aflicción. Por lo menos, eso es lo que pretende la Constitución.

jueves, 28 de enero de 2016

El caso Figueredo


  EXPRESIONES PROVOCADORAS DE UN FISCAL

    Quisiera hilvanar algunas apostillas sobre el reciente procesamiento de Eugenio Figueredo, confeso integrante de esa multinacional del delito que se conoce por la  sigla FIFA, otrora tan imponente como prestigiosa. Como lo he expresado tantísimas veces a través de ese semanario, mi crítica apunta siempre para el mismo lado, es decir, el degradado proceso penal uruguayo y su falta de garantías, con prescindencia de nombres y de personas, que no me interesan en absoluto. Lo que me importa es la dignidad del ser humano, cimiento de todos sus derechos fundamentales a partir de la Declaración  Universal de 1948, pasando por todos los tratados  que el país ha firmado a este propósito.

    De las muchas notas periodísticas que motivó el caso Figueredo-FIFA, tomo una del diario “El País” del 27.12.15 titulada “Fiscal del caso Figueredo: Hay mucha gente nerviosa”, en la cual se  transcriben estas palabras: “Son varios los que está siendo investigados. Hay mucha gente muy nerviosa. Yo no puedo hacer comentarios porque hay una estrategia ya desplegada.

    Despojadas del tono jactancioso que sugieren, creo que estas expresiones del fiscal del caso están totalmente fuera de lugar, entendiendo por esto la discreción y recato que todo funcionario encargado de dictar justicia debe guardar respecto de los asuntos a su cargo, particularmente en aquéllos que por su trascendencia pública pudieren degenerar en esa justicia-espectáculo que tanto agrada a los medios.

    Tales expresiones ambientan interpretaciones cavilosas por lo genéricas y afirmativas, toda vez que es del caso preguntarse cómo sabe el fiscal que “hay mucha gente nerviosa. ¿Habló con mucha  gente y la encontró nerviosa? Porque la afirmación se integra con el adverbio de cantidad “mucha” y el calificativo “nerviosa”, lo cual denotaría que el fiscal habría conversado con esa gente y además la encontró nerviosa. Como verosímilmente esta hipótesis parece poco probable, todo indicaría que se estaría refiriendo a las personas que deberán declarar como testigos por estos días de habilitación de feria y en los que vendrán después de ella. En otras palabras, el fiscal dice que están “nerviosas” precisamente para que estén realmente “nerviosas”. Y no es un juego de palabras, sino una estrategia para preparar la escena.
 
    Naturalmente que la verdad es otra y el fiscal sabe por qué dice estas cosas y que  basta con citar como testigo a cualquier persona que nunca haya pisado un juzgado penal para ponerla “nerviosa”, drama que comienza cuando dos policías vestidos de civil llaman por el intercomunicador y gritan “¡Policía!” y a continuación le dejan una citación, sin decirle por qué ni para qué, peripecia que será suficiente para sacudir la rutina de su vida cotidiana.

    La incógnita recién se despejará cuando, después de esperar en antesala un buen rato, quede a merced del fiscal, quien preguntará a voluntad, muchas veces en actitud concordante y fraterna con la del juez de la causa, el mismo que deberá dirimir el juicio en primera instancia.

    Las preguntas se alternarán de uno a otro, incluso rozando los lindes de la interrogatio generalis, allí donde el interrogador se salga del andarivel que marca el caso concreto. Y entre cuatro paredes, por supuesto, ya que la publicidad, es decir, las puertas abiertas para ventilar el recinto, conspiraría contra la apacible sordidez del sistema.

    Esta salida de tono del fiscal anunciando que hay gente nerviosa debe verse como una expresión, quizá subconsciente, del poder omnímodo que fiscales y jueces tienen sobre la libertad del hombre, sus derechos fundamentales y sus bienes, particularmente visible en la prisión preventiva aplicada según una rutina de razonamientos puramente tautológicos, ante la ausencia de todo sustento normativo.

   Creo que si tal poder no encuentra en firmes escrúpulos de conciencia el freno moral que obste a toda posibilidad de abuso o extralimitación en punto a los derechos y garantías de las personas en el proceso penal, se corre el riesgo de estar ante una actividad contaminada, allí donde la presión social y de los medios o las mismas tendencias del juez y del fiscal alteren  el sosiego anímico propio de toda noción de prudencia e imparcialidad.

    En este sentido y para cerrar mi pensamiento, me valgo de la palabra sabia del maestro Couture cuando, a este propósito, decía: “Cómo podremos desprender  la decisión del juez de sus impulsos, de sus emociones, de sus pasiones, de sus debilidades como hombre. El Derecho puede crear un sistema perfecto en cuanto a su justicia, pero si ese sistema ha de ser aplicado en última instancia por hombres, el derecho valdrá lo que valgan esos hombres”.