martes, 23 de febrero de 2016

       LA “MANÍA DE CÁRCEL”

En “El País” del 31 enero del corriente año se publica un extenso reportaje al fiscal en lo penal Dr. Gustavo Zubía titulado “El delincuente hace cálculos y le es negocio delinquir”. En una página entera, dicho magistrado desgrana con valentía y verdadera honestidad intelectual –y hasta con pasión- toda una teoría acerca de la persecución del  delito por medio de las penas actuales, convertidas en “penas de papel”, según su decir, por la existencia de “enormes beneficios” que permiten la recuperación de la libertad en las personas procesadas.

    Sería impertinente a la inevitable brevedad de este comentario transcribir todas las expresiones del Sr. Fiscal que ocupan dicha página, pero viene al caso hacerlo con aquellas que apuntan contra las distintas maneras de obtener la libertad en nuestro proceso penal y contra las cuales se rebela sin ningún tipo de consideración. Por ejemplo: “El problema es que tenemos una cantidad de beneficios excarcelatorios para que ese 1% que está dentro pueda ir eludiendo la pena” y arremete  contra la libertad provisional. Otra: “En total hay unos diez beneficios para que la persona no cumpla la prisión. Otro mecanismo es la libertad condicional”.

    Así siguió con la libertad anticipada, la suspensión condicional de la pena, hasta llegar a la prescripción, que tampoco   se salva de su empeño, para concluir con esta expresión lapidaria y totalizadora que resume su pensamiento: “El Estado pasa dando incentivos y beneficios para que no tengamos presos”. O sea y dicho en el correspondiente español, que si el Estado fuera menos sensible a las demandas de libertad que plantean los procesados en ejercicio de sus derechos, los presos estarían donde deben estar todos los presos: en la cárcel.

    Verdaderamente, cuesta aceptar sin un dejo de rebeldía que un magistrado del fuero penal comulgue con estas ideas totalmente reñidas con criterios jurisprudenciales basados en la ley positiva, que se suponían bien consolidados desde larga data y que, a modo de escudo, repelían todo intento de volver a la pena por la  pena misma, sin ningún alivio que pudiere mitigarla por vía de la excarcelación, allí mismo donde la fe en el sistema es el elemento espiritual que dinamiza la suprema autoridad de los fallos judiciales.

    Quien participe de ideas tan extravagantes estaría contaminado, en cierto modo, la asepsia exigible en todo magistrado en cuanto a no tener partido tomado por una aplicación rotunda del rigor como único medio de contener el delito. Es decir, que reniegue por principio de los instrumentos liberadores que el hombre tiene por derecho en el curso del proceso penal. Más aún cuando se acusa al Estado de ser el responsable de que los presos no pasen en la cárcel todo el tiempo que, en la percepción del fiscal, debieran pasar, penosa construcción represiva que privilegia la prisión sobre toda noción de enmienda y recuperación.

    “Manía de cárcel” se le llamó acertadamente cuando las costumbres de la época sólo respondían con el encierro carcelario a la caída del hombre en el delito. Si bien es cierto que los  tiempos cambiaron, pareciera que la manía de cárcel aún subsiste en concepciones más o menos selváticas como la que comento, honrando las precedentes de quienes entendían que una actitud reactiva y pronta de la sociedad justificaba la cárcel inmediata y duradera.


     Cuesta creer entonces, que institutos procesales de alivio de las penas, cuya raigambre se remonta a la Constitución de 1830 y a la primera codificación, sean hoy discriminados como instrumentos del delito, terrible argumento a favor del rigor de la pena por el rigor mismo. Un paso atrás que desconoce que en el perfil humanitario que debe existir en su aplicación, late siempre la esperanza de una redención, más allá del sufrimiento y de la aflicción. Por lo menos, eso es lo que pretende la Constitución.