miércoles, 28 de septiembre de 2016

          EL FALLO REVOCATORIO DEL PROCESAMIENTO
                                  DE AMODIO PÉREZ    
                                   
       Cuando se trata de asuntos relativos a la presunta violación de los derechos humanos, nuestra Justicia sigue exhibiendo una extraña desviación hacia argumentos puramente ideológicos, absolutamente fuera de lo que debiera ser la aplicación recta de la norma jurídica, allí mismo donde la asepsia del juzgador es la garantía suprema de su imparcialidad. Es decir, el juez no debe ser objetivo, como con error suele decirse, sino imparcial, que es cosa distinta. Y ser imparcial no consiste en no tomar partido, sino en no tener partido tomado. Por eso, los jueces no sólo deben ser imparciales, sino, además, parecerlo.

      Esta reflexión viene a cuento a propósito de la reciente sentencia de un tribunal de apelaciones en lo penal que revocó el procesamiento del extupamaro Héctor Amodio Pérez, al cabo de un año exacto en que el mismo fuera dispuesto por una jueza de primera instancia. La apacible e impenetrable sordidez de la burocracia con sus tiempos eternos e indefinidos suele ser también una forma de violar  los derechos humanos, quizás la más pérfida y sutil, con su secuela de perjuicios, a veces irreparables. Es bueno saberlo y además, recordarlo.

      De la lectura de la sentencia de segunda instancia surge que el tribunal consideró que el asunto en examen, es decir, la apelación del auto de procesamiento, quedaba circunscrito a determinar en primer término si el procesado Amodio Pérez estaba alcanzado por la ley de amnistía 15.737 del 8 de marzo de 1985, lo cual surgió comprobado de la planilla de antecedentes agregada a los autos. Por lo tanto, no correspondía ingresar al fondo del asunto, es decir, los delitos imputados por la sentencia de primera instancia que, como se recordará, era un popurrí de desaciertos jurídicos de todo tipo.

      No obstante lo simple del caso planteado y su claridad para definirlo en pocas líneas, el tribunal se hizo lugar para insertar una serie de consideraciones ajenas por completo a la estricta aplicación de la norma y dar paso así a una posición ideológica bien definida. Dijo al respecto: “AP fue un felón que en las circunstancias en las que estaba no dudó en ponerse del lado de los carceleros militares para colaborar con los mismos, aportando información en busca de beneficios para sí. Todo como la manifestación propia de una personalidad egocéntrica, orgullosa, vanidosa, que estaba resentida y dolida con sus ex compañeros, tal como lo destacan todos los que a ese respecto se manifestaron”.

      Como es fácil advertir, la transcripción rezuma un dogmatismo militante que se afilia a ciertos preconceptos de nuestra Justicia penal y cuya aparición en el caso resultaba impertinente, toda vez que el propio tribunal  tenía bien definido que el punto a resolver era verificar la amnistía que fue decretada a favor del procesado. Entonces, ¿puede el tribunal en esas circunstancias colmarlo de calificativos agraviantes? ¿Puede denigrarlo sin respuesta cuando ya tenía decidido revocar su procesamiento? La contestación a ambas interrogantes es un sonoro y rotundo “no, no puede”. No puede, pero sin embargo pudo.

      La sensación que dejan estas cosas es que la revocación del procesamiento se hizo a regañadientes, porque no había más remedio, hipótesis que abona este párrafo final, enigmático y abstruso, que se ubica en la misma:  “la revocación de la decisión de enjuiciamiento es sin perjuicio de la valoración que deberá hacerse de las declaraciones realizadas por H. A. P., así como las de todos los demás declarantes, en cuanto corresponda, para aclarar los hechos investigados en autos”. Que pasado al español corriente significaría algo así como “sigan investigando que a lo mejor lo podemos pillar en otra y lo traemos de nuevo por aquí”.

      No obstante, líneas más arriba el mismo tribunal había dicho que  por haber sido amnistiado “se había extinguido a su respecto la acción penal por eventuales ilícitos por el período entre 1962 y 1985”. Otra contradicción y un final para la perplejidad: se revoca el procesamiento y se le declara en libertad provisional. Es decir, que ésta ya no sería  una medida aneja al procesamiento con prisión, sino que tendría vida independiente y podría subsistir más allá de la revocación.

      Esta sentencia confirma la percepción, ya bastante generalizada, de que nuestra Justicia no consigue desprenderse de una concepción más o menos  africana del proceso penal. Y que eso que llamamos con cierta guasa “las garantías del debido proceso” de muy  poco sirve para contener desbordes como los mencionados, justamente allí donde se proclama defender los derecho humanos con la bandera al tope.  







viernes, 23 de septiembre de 2016

    EL CASO AMODIO: EL DESBORDE DE UN TRIBUNAL DE APELACIONES    
                     
       Cuando se trata de asuntos relativos a la presunta violación de los derechos humanos, nuestra Justicia sigue exhibiendo una extraña desviación hacia argumentos puramente ideológicos, absolutamente fuera de lo que debiera ser la aplicación recta de la norma jurídica, allí mismo donde la asepsia del juzgador es la garantía suprema de su imparcialidad. Es decir, el juez no debe ser objetivo, como con error suele decirse, sino imparcial, que es cosa distinta. Y ser imparcial no consiste en no tomar partido, sino en no tener partido tomado. Por eso, los jueces no sólo deben ser imparciales, sino, además, parecerlo.

      Esta reflexión viene a cuento a propósito de la reciente sentencia de un tribunal de apelaciones en lo penal que revocó el procesamiento del extupamaro Héctor Amodio Pérez, al cabo de un año exacto en que el mismo fuera dispuesto por una jueza de primera instancia. La apacible e impenetrable sordidez de la burocracia con sus tiempos eternos e indefinidos suele ser también una forma de violar  los derechos humanos, quizás la más pérfida y sutil, con su secuela de perjuicios, a veces irreparables. Es bueno saberlo y además, recordarlo.

      De la lectura de la sentencia de segunda instancia surge que el tribunal consideró que el asunto en examen, es decir, la apelación del auto de procesamiento, quedaba circunscrito a determinar en primer término si el procesado Amodio Pérez estaba alcanzado por la ley de amnistía 15.737 del 8 de marzo de 1985, lo cual surgió comprobado de la planilla de antecedentes agregada a los autos. Por lo tanto, no correspondía ingresar al fondo del asunto, es decir, los delitos imputados por la sentencia de primera instancia que, como se recordará, era un popurrí de desaciertos jurídicos de todo tipo.

      No obstante lo simple del caso planteado y su claridad para definirlo en pocas líneas, el tribunal se hizo lugar para insertar una serie de consideraciones ajenas por completo a la estricta aplicación de la norma y dar paso así a una posición ideológica bien definida. Dijo al respecto: “AP fue un felón que en las circunstancias en las que estaba no dudó en ponerse del lado de los carceleros militares para colaborar con los mismos, aportando información en busca de beneficios para sí. Todo como la manifestación propia de una personalidad egocéntrica, orgullosa, vanidosa, que estaba resentida y dolida con sus ex compañeros, tal como lo destacan todos los que a ese respecto se manifestaron”.

      Como es fácil advertir, la transcripción rezuma un dogmatismo militante que se afilia a ciertos preconceptos de nuestra Justicia penal y cuya aparición en el caso resultaba impertinente, toda vez que el propio tribunal  tenía bien definido que el punto a resolver era verificar la amnistía que fue decretada a favor del procesado. Entonces, ¿puede el tribunal en esas circunstancias colmarlo de calificativos agraviantes? ¿Puede denigrarlo sin respuesta cuando ya tenía decidido revocar su procesamiento? La contestación a ambas interrogantes es un sonoro y rotundo “no, no puede”. No puede, pero sin embargo pudo.

      La sensación que dejan estas cosas es que la revocación del procesamiento se hizo a regañadientes, porque no había más remedio, hipótesis que abona este párrafo final, enigmático y abstruso, que se ubica en la misma:  “la revocación de la decisión de enjuiciamiento es sin perjuicio de la valoración que deberá hacerse de las declaraciones realizadas por H. A. P., así como las de todos los demás declarantes, en cuanto corresponda, para aclarar los hechos investigados en autos”. Que pasado al español corriente significaría algo así como “sigan investigando que a lo mejor lo podemos pillar en otra y lo traemos de nuevo por aquí”.

      No obstante, líneas más arriba el mismo tribunal había dicho que  por haber sido amnistiado “se había extinguido a su respecto la acción penal por eventuales ilícitos por el período entre 1962 y 1985”. Otra contradicción y un final para la perplejidad: se revoca el procesamiento y se le declara en libertad provisional. Es decir, que ésta ya no sería  una medida aneja al procesamiento con prisión, sino que tendría vida independiente y podría subsistir más allá de la revocación.

      Esta sentencia confirma la percepción, ya bastante generalizada, de que nuestra Justicia no consigue desprenderse de una concepción más o menos  africana del proceso penal. Y que eso que llamamos con cierta guasa “las garantías del debido proceso” de muy  poco sirve para contener desbordes como los mencionados, justamente allí donde se proclama defender los derecho humanos con la bandera al tope.  

viernes, 16 de septiembre de 2016

              OTRO TRASPIÉ  DE  LA DIPLOMACIA  URUGUAYA

     Lo impropio y hasta grosero de las expresiones del ministro provocaron la inmediata respuesta del gobierno brasileño y la perplejidad de Argentina y Paraguay que, bien diplomáticamente, soslayaron el asunto. Pero quien no tardó en celebrarlo como un triunfo bolivariano fue el presidente Maduro: no sólo se proclamó “estar en batalla” para defender el Mercosur, sino que también colmó de expresiones laudatorias a Uruguay y su presidente por “la fuerza moral” que demostraron. Cual bumerán, el exabrupto retornó convertido en laurel.

     Conminado –y nunca mejor usado el verbo- de inmediato por Brasil a dar explicaciones, el gobierno uruguayo, una vez más, dio muestra de su pobreza argumental en el tema, despachándose  con una declaración que abruma por su vulgaridad. Dijo la cancillería que “hubo un malentendido sobre la propuesta brasileña de realizar actividades conjuntas” y que “ahora ha quedado claro que la misma no guarda relación alguna con el traspaso de la presidencia”. Veamos qué quiere decir esto.

    Quiere decir, en primer término, que la propuesta brasileña presentaba para Uruguay cierta ambigüedad interpretativa en cuanto podía vincularse con el traspaso de la presidencia en el Mercosur. Y que en la duda, el gobierno de Vázquez  optó por prejuzgar intenciones y dijo “nos quisieron comprar el voto”, poniendo a Brasil en la picota internacional, por lo censurable de su proceder, bien perfilado como abusivo. Diplomáticamente, un verdadero desastre, que no midió las consecuencias de todo tipo que, acusación tan tremenda, podría irrogar y que en algún momento han de llegar.

      Viene a continuación un tramo de la declaración que no tiene desperdicio: “Ahora ha quedado perfectamente claro que la misma no guarda relación alguna con el traspaso de la presidencia…” O sea que, antes de la protesta, el ofrecimiento de Brasil se presentaba “oscuro”, por lo cual el gobierno uruguayo se inclinó por una interpretación maliciosa de los hechos, cuando bien pudo callar con mejor resultado para todos. Porque si ahora todo está “perfectamente claro” es porque antes no lo estuvo, circunstancia ésta que en ningún caso autorizaba al canciller a proferir el exabrupto.

     Severamente condicionado por la región en lo exterior y por los ermitaños del socialismo estalinista, nostálgico del muro de Berlín, en lo interior, el presidente Vázquez agrega ahora a sus preocupaciones  la amenaza siempre latente de ser alcanzado por la bocaza enorme de Maduro. Poco afecto a la exposición pública,  espera que el toro pase de largo sin lastimarlo. No obstante, el bolivariano sigue firmemente instalado en el Mercosur, seguro de que nadie lo sacará y se proclama “en batalla” para defenderlo.

     A estas alturas, bueno sería recordar  que el verdadero origen de esta fritura internacional en la cual Uruguay está inmerso, se encuentra en la claudicación  ignominiosa del entonces presidente Mujica, cuando Dilma  Rousseff y Cristina Fernández le arrancaron su complacencia para suspender a Paraguay del Mercosur  y despejar así el camino  para el ingreso de Venezuela por la ventana.

     Paraguay soportó estoicamente el oprobio de la suspensión  sometido a la “vigilancia de la autoridad”, dio al mundo el ejemplo de unas elecciones libérrimas y recobró la plenitud de su soberanía, entonces hollada personalmente por el mismo Maduro. Ahora, firmemente plantado ante los insultos del autócrata y sus torpezas, da otro ejemplo de dignidad.