viernes, 14 de diciembre de 2018

ACTUALIZACIÓN DE GASTOS COMUNES – LEY Nº 19.604

          Recientes artículos de prensa se han referido a las modificaciones que la ley Nº 19.604 del 21 de marzo de 2018  habría introducido en punto a la liquidación de gastos comunes, más propiamente dicho, a su actualización, cuando hay deuda pendiente de     pago. Como el tema tiene un innegable interés general, creo pertinente apostillar algunas reflexione al respecto.

          ¿Qué dice la ley 19.604 en su brevísimo artículo único? Después de transcribir un párrafo tomado de otra ley referido a la cuenta de gastos comunes adeudada por un copropietario y que, con determinados requisitos, constituye título de ejecución, en el inciso siguiente expresa:“El monto de la deuda se actualizará de conformidad con las disposiciones del Decreto-Ley 14-500, de 8 de marzo de 1976, con independencia que el pago se reclame o no por la vía judicial o arbitral y devengará un interés del 12%  (doce por ciento) anual. Los intereses no se capitalizarán”
.
          En este orden,  la actualización de lo adeudado es lo que importa porque a ello apunta la reciente ley. ¿Y cómo se hará esa actualización? Se hará aplicando “in totum” el citado decreto-ley 14.500 ya que la remisión a dicho texto se hace sin ningún tipo de reserva ni exclusiones. No dice “en lo pertinente” ni se limita a determinados artículos, sino usando el vocablo “disposiciones”, con lo cual las comprende a todas sin excepción alguna y es, por lo tanto, el único texto legal a cuyas pautas habrá que atenerse para la actualización referida. Salvo, claro está, aquellas que resulten incompatibles con la especie en cuestión, es decir, los gastos comunes.

           No obstante, creo que se ha sancionado una ley absolutamente innecesaria. O dicho de otra manera, una ley de contenido tautológico, que repite lo que ya existía sobre actualización de obligaciones que se resuelven en el pago de una suma de dinero. Porque decir que las deudas por gastos comunes se actualizarán según lo dispuesto en el decreto-ley 14.500 es repetir lo que ya se podía hacer sin necesidad de que una nueva ley lo dijera expresamente.

          Al respecto, importa tener presente que este decreto-ley se dictó en el año 1976 como una manera de resguardar el valor de las obligaciones que consistían en el pago de una suma de dinero, ante una panorama de constante devaluación de la moneda. En primer término, fijó el principio general para actualizar dichas obligaciones: “se tendrá en cuenta la variación en el valor de la moneda ocurrida durante el tiempo que mediare entre la fecha de su nacimiento y la de su extinción, sin perjuicio de lo establecido en el inciso siguiente”.

          Y en segundo lugar, estableció que esa variación se determinará “por el índice general de precios al consumo elaborado por el Ministerio de Economía y Finanzas”, confrontando el mes de nacimiento de la obligación o de su exigibilidad con el de su cancelación. Y en tercer lugar, abrió un amplio campo de acción a la voluntad de las partes para que pudieran fijar otras pautas o índices de actualización distinto del primeramente citado. Un enorme tributo a la autonomía de la voluntad, bien definido en su art. 9º: “Las partes podrán establecer cualquier clase de estipulación que tenga por finalidad mantener el valor de las obligaciones contraídas” (Puede leerse útilmente “Obligaciones reajustables, ley 14.500, Cafaro, Díaz, Gelsi Bidart).

          Lo que aparece como novedoso es que la actualización se hará con independencia de una posible demanda judicial, es decir, que funcionaría también cuando el Reglamento o la Asamblea, en su caso, lo dispusieran con carácter general para el cobro administrativo de la suma adeudada, previamente formulada por la administración. También el interés legal que devengará el atraso, que vuelve al  12% anual de la vieja ley 13.355. En cuanto a la declaración de orden público resulta difícil de entender, en tanto se remite a una ley –la 14.500- que es su antítesis; una  contradicción insalvable.

          Intuyo que el legislador quiso atacar ciertas perversiones habituales en la liquidación de gastos comunes, como la falsa bonificación -recargo o interés encubiertos- de origen desconocido, con la que se castiga el atraso de apenas unos días. Pero lo dijo mal o simplemente no lo dijo. Queda por lo tanto, en manos de las Asambleas resolver sobre el punto e imponer su soberanía, más allá de las prácticas en contrario de las administraciones.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

LAS PERSONAS NO PUEDEN SER FORMALIZADAS EN EL PROCESO PENAL
 
         Entre las novedades que  alumbró ese acopio inorgánico de leyes superpuestas que es el Código del Proceso Penal, se distingue por su singularidad la llamada “formalización”, vocablo ya incorporado  al habla popular y lamentablemente, al decir de los medios de difusión, que a diario  informan que tal o cual persona ha sido “formalizada”. Se trata de una perversión del lenguaje, ambientada por una palabreja copiada, que no agrega  absolutamente nada en el orden procesal  y que bien pudo obviarse para claridad de los textos.  

          No obstante, como ha hecho “camino al andar” sin que nadie haya dicho de qué se trata ni tampoco preguntado, va a continuación una explicación de lo que pareciera ser su enigmático significado. Y como primera apostilla, quizá un tanto banal, bueno es decir que las audiencias no necesitan nombres, calificación siempre riesgosa. Ya teníamos bastante con la “audiencia preliminar” y la “audiencia complementaria” que venían trasplantadas en la primera versión del Código, luego sustituidas, por el alerta que dimos desde estas páginas, cuando demostramos que ni la primera es preliminar ni la segunda complementaria, con lo cual indujimos la rectificación. Ahora se nos vino encima la “formalización”.

          En primer término, conviene desbrozar el asunto, empezando por decir que lo que se “formaliza” es la indagatoria preliminar cuando ya ha concluido y existe evidencia suficiente de la comisión de un delito y de quién o quiénes son sus presuntos autores. Es en este momento cuando el Fiscal debe pedir al Juez la “audiencia de formalización”. Si el Código hubiera dicho “la audiencia correspondiente”,  en vez de “formalización”, el resultado sería el mismo en cuanto a su contenido  y se habría evitado este embrollo de “formalizado”. En ella  expondrá el resultado de su investigación y pedirá el procesamiento del imputado, lo cual “aparejará su sujeción al proceso y comenzará el sumario”: también, las medidas cautelares que corresponda (art. 266). Todo esto dicho concretamente, sin los circunloquios innecesarios  de una norma mal redactada.

         Adelantando conclusiones, tenemos que la “formalización” está referida por disposición legal a la investigación preliminar, es decir, al procedimiento, en tanto  que todavía no hay proceso. Con ella el Fiscal precisa, concreta, determina, pone punto final a su tarea indagatoria y da por cumplidos los requisitos legales para la iniciación del proceso. Que todo eso es formalizar. Más aún, en rigor jurídico –y esto es fundamental- solo se formalizan actos, propósitos, ideas, pero nunca personas.

          Siendo esto así, la conclusión obvia debiera ser que en el proceso penal, es decir, a partir del sumario, solo hay “procesados”, pero no “formalizados”, toda vez que, como ya  vimos, la audiencia de formalización es solo el medio procesal para que el Fiscal culmine su investigación pidiendo el procesamiento del imputado. Denominación que, por otra parte, tiene honda raigambre en el derecho positivo nacional, donde el vocablo “procesado”  abundó en los dos códigos anteriores (el de Instrucción Criminal y el del Proceso Penal) y se mantiene desde vieja data en los arts. 26 y 80, 2º de la Constitución.  

          En concreto y poniendo punto final, debe erradicarse del uso impropio –y hasta feo, agregaría- de la palabra “formalizado” y sustituirla por “procesado”, tal como siempre fue en nuestro Derecho. Y en última instancia, invoco la autoridad del Diccionario de la RAE, de cuya buena compañía no debiéramos prescindir: “Procesado. Dicho de una persona: que ha sido objeto de procesamiento”.


                   

martes, 25 de septiembre de 2018

                           “FORMALIZADO”  NO,  PROCESADO
 
         Entre las novedades que  alumbró ese acopio inorgánico de leyes superpuestas que es el Código del Proceso Penal, se distingue por su singularidad la llamada “formalización”, vocablo ya incorporado  al habla popular y lamentablemente, al decir de los medios de difusión, que a diario  informan que tal o cual persona ha sido “formalizada”. Se trata de una perversión del lenguaje, ambientada por una palabreja copiada, que no agrega  absolutamente nada en el orden procesal  y que bien pudo obviarse para claridad de los textos.  

          No obstante, como ha hecho “camino al andar” sin que nadie haya dicho de qué se trata ni tampoco preguntado, va a continuación una explicación de lo que pareciera ser su enigmático significado. Y como primera apostilla, quizá un tanto banal, bueno es decir que las audiencias no necesitan nombres, calificación siempre riesgosa. Ya teníamos bastante con la “audiencia preliminar” y la “audiencia complementaria” que venían trasplantadas en la primera versión del Código, luego sustituidas, por el alerta que dimos desde estas páginas, cuando demostramos que ni la primera es preliminar ni la segunda complementaria, con lo cual indujimos la rectificación. Ahora se nos vino encima la “formalización”.

          En primer término, conviene desbrozar el asunto, empezando por decir que lo que se “formaliza” es la indagatoria preliminar cuando ya ha concluido y existe evidencia suficiente de la comisión de un delito y de quién o quiénes son sus presuntos autores. Es en este momento cuando el Fiscal debe pedir al Juez la “audiencia de formalización”. Si el Código hubiera dicho “la audiencia correspondiente”,  en vez de “formalización”, el resultado sería el mismo en cuanto a su contenido  y se habría evitado este embrollo de “formalizado”. En ella  expondrá el resultado de su investigación y pedirá el procesamiento del imputado, lo cual “aparejará su sujeción al proceso y comenzará el sumario”: también, las medidas cautelares que corresponda (art. 266). Todo esto dicho concretamente, sin los circunloquios innecesarios  de una norma mal redactada.

         Adelantando conclusiones, tenemos que la “formalización” está referida por disposición legal a la investigación preliminar, es decir, al procedimiento, en tanto  que todavía no hay proceso. Con ella el Fiscal precisa, concreta, determina, pone punto final a su tarea indagatoria y da por cumplidos los requisitos legales para la iniciación del proceso. Que todo eso es formalizar. Más aún, en rigor jurídico –y esto es fundamental- solo se formalizan actos, propósitos, ideas, pero nunca personas.

          Siendo esto así, la conclusión obvia debiera ser que en el proceso penal, es decir, a partir del sumario, solo hay “procesados”, pero no “formalizados”, toda vez que, como ya  vimos, la audiencia de formalización es solo el medio procesal para que el Fiscal culmine su investigación pidiendo el procesamiento del imputado. Denominación que, por otra parte, tiene honda raigambre en el derecho positivo nacional, donde el vocablo “procesado”  abundó en los dos códigos anteriores (el de Instrucción Criminal y el del Proceso Penal) y se mantiene desde vieja data en los arts. 26 y 80, 2º de la Constitución.  

          En concreto y poniendo punto final, debe erradicarse del uso impropio –y hasta feo, agregaría- de la palabra “formalizado” y sustituirla por “procesado”, tal como siempre fue en nuestro Derecho. Y en última instancia, invoco la autoridad del Diccionario de la RAE, de cuya buena compañía no debiéramos prescindir: “Procesado. Dicho de una persona: que ha sido objeto de procesamiento”.


                   

domingo, 15 de julio de 2018



                         PRISIÓN PREVENTIVA: NUNCA PUEDE 
                                         SER    PRECEPTIVA        

        Un tanto sobre la marcha, podría decirse, el Poder Ejecutivo envió al Parlamento un proyecto de ley por el cual se introducen modificaciones al Código del Proceso Penal, apremiado por la una criminalidad rampante que a diario sorprende y se incrementa con nuevas modalidades delictivas. Y digo sobre la marcha porque ha sido la respuesta inmediata del Gobierno ante un panorama que no reconoce pausas, con su incesante golpeteo de muertes y rapiñas de todo tipo.

         No obstante su buena intención, creo que el Gobierno vuelve a errar el camino, optando visiblemente por la vía de la represión penal, incrementando el encierro carcelario mediante la aplicación preceptiva de la prisión preventiva en varios delitos, en larga enumeración y suprimiendo para éstos todo tipo de excarcelación. Pareciera más un arrebato circunstancial que una propuesta bien meditada, ante  un clamor de seguridad que a todos convoca.

         Desde el punto de vista de las garantías del imputado en el proceso penal, esto es un retroceso. Habría que internarse en las penumbras del pasado para reencontrar la prisión preventiva aplicada de oficio junto al procesamiento, perversión que tuvo una larga vigencia y a la que puso fin la ley 15.859 del 31de marzo de 1987 y su modificativa. Es la represión por la represión misma, en tanto se desnaturaliza la función cautelar de la prisión preventiva y se apuesta a un supuesto efecto intimidatorio y disuasivo de la pena, en este caso anticipada porque se aplica antes de la sentencia condenatoria.

         Hace ya largo rato que  la evidencia empírica demostró  el nulo efecto que el incremento de las penas  tiene sobre la delincuencia desatada,  en tanto supone que las personas conocen sus cuantías y de ahí su efecto atemorizante. Es exactamente al revés, porque es la amenaza genérica de la ley penal la que proyecta sobre el común de la gente la certeza de que la comisión de un delito tendrá por resultado inmediato la detención policial, el procesamiento y la cárcel. Nadie hace una evaluación psicológica previa sobre el delito y la cuantía de su pena.

         La propuesta de una prisión preventiva aplicada de oficio desde el mismo momento de la formalización –es decir, el procesamiento-   desconoce su naturaleza meramente instrumental y precautoria, que apunta a evitar la fuga o actos de entorpecimiento del imputado,  acepción universalmente aceptada por la doctrina en la materia. Por ello, su existencia es contingente y su aplicación debe cesar en cuanto desaparezcan las circunstancias que la justificaron. La prisión preventiva hermética, cerrada a cal y canto a toda fundamentación y sin posibilidad de cese, no existe en el derecho comparado.

         Sorprende, en este orden, que los proyectistas de las modificaciones hayan obviado normas supranacionales en la materia  que son de cumplimiento obligatorio. Me estoy refiriendo, en primer término, al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas del 16 de diciembre de 1966, cuyo art. 9.3, en lo pertinente, dice: “La prisión preventiva de las personas que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general, pero su libertad podrá  subordinada a garantías que aseguren la comparecencia del acusado en el acto del juicio…”  Y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José), en su art. 7.5, refiriéndose a la persona detenida o retenida, establece: “…Su libertad podrá ser condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio”. Es decir, prisión preventiva sí, pero sólo para asegurar la presencia del imputado ante el tribunal que lo procesó.

         En otro orden, las enmiendas de los dos primeros artículos del proyecto deben mirarse como oportunas y necesarias, en tanto procuran desligar razonablemente la actuación policial de su subordinación a la autorización fiscal cuando se trata de las primeras averiguaciones, una vez cometido el hecho presuntamente delictivo. La injerencia excluyente del Ministerio Público en este sentido es potencialmente apta para desbaratar la investigación policial cuando ésta requiere practicarse sobre la marcha y sin dilaciones. Muchos de los actuales desencuentros entre la  Policía y el Ministerio Público radican precisamente en esa  sujeción a que está sometida la primera respecto de la Fiscalía según el nuevo Código y que le ata de manos, impidiéndole ejercer en plenitud su tarea en las primeras averiguaciones.

         Justamente, la actual ola delictiva debe enfrentarse, prioritariamente, antes de atender su compleja etiología, con la función preventiva que cumple la Policía, primer guardián de nuestra seguridad personal, a la cual debiera dotársela, sin menguas de tipo presupuestal, de los recursos humanos y materiales que necesitare, allí donde las urgencias del camino reclaman a diario su presencia.

        
        

miércoles, 23 de mayo de 2018

            

                            EL DERECHO A GUARDAR SILENCIO 
                                             EN URUGUAY
                                 
                                      Advertencias Miranda 

          Medios de prensa comentaban recientemente algunas sentencias  del Tribunal de lo Contencioso Administrativo –que luego leí atentamente- por las cuales se anularon determinados actos sancionatorios dictados por la Dirección G. Impositiva. La novedad fue –y de ahí su publicidad- que por primera vez en la jurisprudencia uruguaya un Tribunal invocó a favor del administrado el derecho a no declarar en su  contra –autoincriminarse-  y a solicitar la asistencia de un abogado en caso de prestar cualquier declaración ante los funcionarios de la DGI cuando éstos actúan sorpresivamente. Es la llamada Advertencias Miranda, nuestra vieja conocida  del cine y la televisión.

           En forma concordante con el innovador criterio jurisprudencial del Tribunal de lo Contencioso Administrativo, creo de sumo interés traer a colación, para resaltar su importancia, que la  Advertencia Miranda -que así se conoce por su origen- ya está plenamente incorporada al proceso penal uruguayo, no obstante su poca difusión pública en el comentario de los medios y aún de los especialistas. Está allí,  algo dispersa en dos artículos, a diferencia del enunciado único de su modelo americano. Pero lo esencial, es decir, el derecho a guardar silencio, está dicho claramente en el correspondiente español y con parte del mismo léxico de su original.

          En efecto, el lit. h) del artículo 64, del Código del Proceso Penal, cuyo acápite se denomina “Derechos y garantías del imputado”, dice lo siguiente: “guardar silencio, sin que ello implique presunción de culpabilidad”. Si bien esta última parte nada agrega a la rotundidad del texto, pues es obvio que quien ejerce su derecho a callar no puede prefigurar su propia culpabilidad, el concepto fundamental de la Advertencia Miranda está allí.

          Se complementa en el artículo siguiente, que dice lo siguiente: que el funcionario a cargo del procedimiento de detención o aprehensión le informe sobre los derechos que le asisten”;  “que si no tuviera defensor designado previamente, cualquier familiar o persona allegada pueda proponer para él un defensor determinado” (b y c del 65). Así, atando cabos, la Advertencia Miranda aparece bien perfilada, aunque con alguna carencia menor que no altera la claridad irrefragable de los textos.

           Como en su modelo americano, dicha Advertencia trata de preservar la indemnidad de conciencia de la persona cuando es detenida por la autoridad policial, momento en el que, por ignorancia o por la perturbación propia de las circunstancias y sin abogado,  hiciera declaraciones que podrían incriminarlo ante un tribunal de justicia. Esto es así porque la detención misma es de por si un hecho naturalmente violento en cuanto siega abruptamente la libertad de quien hasta ese momento gozaba de ella. El cuadro de la persona esposada y forzosamente conducida evoca en toda su crudeza la intensidad del drama que representa.

          Claro está que ese derecho a guardar silencio cuando una persona está detenida bajo custodia policial, sea donde fuere, se concreta y adquiere efectividad siempre que la Regla Miranda le sea leída por la autoridad aprehensora, tal como lo exigen los artículos  citados. Caso contrario, la omisión inficionaría de nulidad todos los procedimientos posteriores,  habida cuenta de que están en juego  normas que procuran salvaguardar la libertad del hombre de la atmósfera generalmente brumosa de los recintos policiales, evitando confesiones que lo incriminen. Por eso los americanos suelen hablar del efecto profiláctico de la Regla Miranda.

          No obstante, la abundante información que los medios producen desde los habitáculos judiciales donde se cumplen las audiencias de formalización, no se tiene noticia, siquiera indirecta, de la aplicación de la Regla Miranda, en ninguno de los sentidos posibles. Es decir, que la “legalidad de la detención” que el juez debe controlar en la primera audiencia (266.6) está funcionando sin novedades  o bien que algunas prácticas del antiguo régimen, escamoteador de derechos y garantías, aún se mantienen activas en el proceso actual.

          De cualquier manera, su aparición esperanzadora en las sentencias del Tribunal de lo Contencioso Administrativo abona la fe en su cumplimiento, ahora inevitable  a texto expreso mediante.
          

  

jueves, 15 de marzo de 2018

                   INTERCEPTACIÓN  DE CONVERSACIONES 
  
                   TELEFÓNICAS   Y   SU DIFUSIÓN PÚBLICA  
                          
          En medio de un rifirrafe de proporciones épicas entre fiscales, jueces, policía y Ministerio del Interior, el  proceso penal acusatorio continúa su marcha errática hacia lo desconocido, dejando ver  grietas de todo tipo en la aplicación de ese precipitado de improvisaciones que es el Código del Proceso Penal. Particularmente, vemos cómo se van desvaneciendo las tan mentadas garantías del nuevo proceso, presentadas por sus voceros más encumbrados como la conquista suprema en favor de los imputados y de las víctimas del delito. Ahora sí tendrían asegurados todos sus derechos, superado aquel largo período de oscuridad y secretismo del “antiguo régimen”. Con  el cual - dicho sea de paso- convivieron alegremente muchos de quienes hoy son sus  adoradores.

          Vemos a diario cómo, en un país donde la Justicia prohíbe la publicación de nombres y fotografías de personas requeridas por la comisión de  hechos delictivos, la televisión tiene “barra libre” para incursionar en los recintos judiciales. Y así, el mismo día en que ellas comparecen en la primera audiencia del proceso, los avances informativos  ya los están mostrando en tomas frontales, aún antes de que el acto comience, cuando la presunción de inocencia es total y el derecho a la intimidad y al trato digno debieran asegurarles  su indemnidad moral, a cubierto del menosprecio público. A eso le llaman publicidad.

          En este orden, sorpresivamente, una nueva cuenta se agregaba al rosario y fue a propósito de la denuncia que el Fiscal de Corte y Procurador General de la Nación y también Fiscal General de la Nación –que ambas cosas es a la vez- presentó contra un abogado en ejercicio, todo con gran repercusión mediática, tal como se estila por esos lados. La prueba incriminatoria presentada por el Fiscal General  fue el registro de una conversación telefónica privada que el denunciado tuvo con terceras personas, interceptada y registrada por orden de la Justicia.  No obstante, la audiencia de formalización se frustró por un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por los abogados del denunciado. Hasta aquí, nada anormal.

          Pero al día siguiente, todo el mundo pudo enterarse del contenido de esa conversación telefónica a través de la difusión del audio por radio y televisión. Y esto es algo que debiera preocupar seriamente por la grave ilicitud que  comporta.  Porque si la fiscalía debe “transcribir”  el registro de las llamadas interceptadas en el acta correspondiente como lo dispone el artículo 209.2 del CPP, cumplido lo cual, su misión es “conservar los originales”, no se advierte cómo pudo llegar el audio a la difusión pública.

          Creo que el punto merecería de las autoridades un tratamiento más severo que prevenga estos desvíos del rigor procesal, habida cuenta de que estamos en los lindes de una intromisión indebida del poder del Estado. Porque las conversaciones telefónicas privadas, lo mismo que el hogar donde vivimos, son el último reducto de nuestra intimidad, calificados de “inviolables”  por el texto constitucional, en giro que evoca con precisión admirable la intensidad de la prohibición que proclama.

          En mi sentir, una conversación telefónica privada, por el hecho de haber sido interceptada con autorización judicial, no deja de ser tan privada como antes. Solo que, para el caso concreto y únicamente para él,  esa calidad cede momentáneamente. Pero ello no autoriza, al amparo de la publicidad del sistema,   a exponerla a la intemperie de los cuatro vientos, allí donde el juicio de la opinión pública suele condenar antes de que las resultancias del proceso se conozcan, con el daño consiguiente.

          Mal, muy mal van las cosas por esos habitáculos de cuatro por tres y medio, donde las partes se apiñan por conseguir un lugar en las dos mesitas disponibles y el público, displicentemente, se recuesta sobre las paredes laterales, teniendo a un palmo de distancia la cabeza de los actores. Cuadro bastante exótico, por cierto, que ya ambientó que la víctima en un caso concreto le asestara un cachetazo a la defensora de oficio.

        Podríamos terminar con aquella frase que una vez se le escapó al presidente Menen: “Estamos mal, pero vamos bien”.




domingo, 11 de febrero de 2018

                       PROCESO ACUSATORIO Y PUBLICIDAD
        
       Con más desaciertos de lo esperado, propios de la novedad -y de la novelería también-  inició su andadura el proceso penal acusatorio, tan ansiado y alabado por algunos sectores de opinión. Con un Código carente de unidad orgánica por  las sucesivas e interminables modificaciones  que tuvo hasta el mismo momento de expirar el anterior período parlamentario –incluyendo los descuentos, diríamos en términos deportivos- no podía esperarse otra cosa.

       Entre las novedades que trajo el nuevo sistema destaco, en mi sentir, el carácter público del proceso penal, garantía suprema de  de toda  persona cuando es llamada a comparecer ante un tribunal penal, por oposición a aquel anterior, cerrado a cal y canto a toda exposición pública.  Ahora la sala de audiencias –y esto de “sala de audiencias”  es una generosidad del lenguaje, porque realmente dan pena- está ventilada con las puertas abiertas; antes, en el despacho del juez donde muchas ignominias se consumaron, el ambiente era tóxico.

        Sintéticamente, la publicidad es la posibilidad que tiene el público en general de acceder directamente y de inmediato al desarrollo de un proceso penal o de hacerlo indirectamente a través de los medios de información presentes en él. Es garantía porque impide que el Estado, siempre omnipotente, introduzca sus tentáculos en el ámbito jurisdiccional sin ser visto y también porque siega de plano toda posibilidad de que jueces y fiscales perviertan su deber de imparcialidad, hipótesis infrecuente, aunque encubierta por especiosos argumentos jurídicos cuando se ha dado. Ante los ojos escrutadores del pueblo caen las tentaciones totalitarias del poder que todo lo avasalla, aún en los sistemas que posan de democráticos y republicanos.

       Esta breve introducción viene a cuento a propósito del muy difundido caso del sindicalista argentino Marcelo Balcedo y su mujer, imputados por la justicia uruguaya. Todo el mundo pudo ver cómo las cámaras de televisión, deambulando a voluntad dentro del recinto judicial, tomaban en un primer plano total, sin ángulos desperdiciados, los rostros de ambas personas. Así se vio a uno tratando de desviar su vista, en vano intento, de la lente que lo acosaba. La otra, optó por enfrentarla en actitud inexpresiva y resignada  ante lo inevitable de la situación. En mi sentir, un espectáculo lamentable, muy lamentable.

          Para juzgarlo hay que prescindir de quiénes son y de qué cosa hicieron. Alcanza con ser hombre, persona  y ponerse en el lugar de ellos ya que, siendo jurídicamente inocentes, sus rostros dieron la vuelta al mundo en la primera plana de los diarios y en las pantallas de televisión. Porque si el nuevo sistema  confunde  publicidad con  escarnio, habremos degradado el proceso acusatorio a niveles africanos, allí donde el déspota de turno agrega a la injusticia el ludibrio de la humillación pública.

       En esta orden, creo que los impulsores del proceso acusatorio se han lanzado al vacio sin ninguna previsión, ignorando que la presencia de la televisión en las salas de audiencia, actuando en forma irrestricta, compromete gravemente derechos fundamentales del sujeto procesado, al caso, la presunción de inocencia, el derecho a la privacidad y a su propia imagen. Al mismo tiempo,  puede perturbar el sosiego que requiere un juicio donde la oralidad es el único medio de comunicación entre el juez y las partes que controvierten.

       Si la presunción de inocencia supone tratar al procesado  como si fuera inocente, es porque aún no fue declarado culpable y podría no llegar a serlo nunca. Entonces, cualquier acto del proceso que altere o desconozca ese estado de inocencia o permita que de algún modo otros lo hagan, caso de la televisión, viola groseramente un derecho fundamental del individuo, consagrado en el art. 11 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, (UN, dicbre. de l948): “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantía necesarias para su defensa”. Más claro, imposible.

       Porque bien sabido es que la subjetividad en las tomas televisivas o la selección sesgada de las ya tomadas pueden alterar drásticamente la realidad, proyectando sensaciones distintas en el espectador.  El caso que comento de los dos argentinos imputados es emblemático en este sentido: del escenario propio de una sala de audiencias, solo se tomaron sus rostros. Y fue noticia internacional.

       Entonces, hay que evitar que la presunción de inocencia caiga ante la inculpación pública, propia de una difusión televisiva mal presentada. Alain Minc, que ha tratado con agudeza esta interacción entre Medios y Justicia,  decía rotundamente: “Y es que la inculpación pública equivale a un juicio. La presunción de inocencia desaparece y el verdadero juicio en primera instancia se asemeja a un veredicto de la opinión pública…” Pero esta tendencia no proporciona un nivel jurisdiccional suplementario para mayor protección de los encausados, porque el primer juicio, el de la opinión pública, equivale siempre a una condena” (“La Borrachera Democrática”).

        Creo que el tema tiene una gravedad innegable y justificaría ampliamente una reglamentación por la Suprema Corte en su carácter de órgano rector de los procesos, tal como ya se ha hecho en otros países que tienen años de experiencia al respecto. Por ej., dónde se han de ubicar las cámaras, si lo harán desde un punto fijo, si solo podrán tomar un plano general, como generalmente se acepta; si se prohibirá la toma frontal de los imputados, si las cámaras deberán ingresar al recinto antes del comienzo del juicio o podrán hacerlo en cualquier momento, con las interrupciones consiguientes, etc.

        Siempre ha de ser bienvenida, aunque no suficiente, toda contribución que apunte a preservar  los derechos fundamentales que amparan al hombre en el proceso penal, allí donde la uruguayez  triunfante  los sepultó más de una vez entre las cuatro paredes del “antiguo régimen”, aquel donde juez y fiscal confraternizaban, actuando de consuno.