domingo, 11 de febrero de 2018

                       PROCESO ACUSATORIO Y PUBLICIDAD
        
       Con más desaciertos de lo esperado, propios de la novedad -y de la novelería también-  inició su andadura el proceso penal acusatorio, tan ansiado y alabado por algunos sectores de opinión. Con un Código carente de unidad orgánica por  las sucesivas e interminables modificaciones  que tuvo hasta el mismo momento de expirar el anterior período parlamentario –incluyendo los descuentos, diríamos en términos deportivos- no podía esperarse otra cosa.

       Entre las novedades que trajo el nuevo sistema destaco, en mi sentir, el carácter público del proceso penal, garantía suprema de  de toda  persona cuando es llamada a comparecer ante un tribunal penal, por oposición a aquel anterior, cerrado a cal y canto a toda exposición pública.  Ahora la sala de audiencias –y esto de “sala de audiencias”  es una generosidad del lenguaje, porque realmente dan pena- está ventilada con las puertas abiertas; antes, en el despacho del juez donde muchas ignominias se consumaron, el ambiente era tóxico.

        Sintéticamente, la publicidad es la posibilidad que tiene el público en general de acceder directamente y de inmediato al desarrollo de un proceso penal o de hacerlo indirectamente a través de los medios de información presentes en él. Es garantía porque impide que el Estado, siempre omnipotente, introduzca sus tentáculos en el ámbito jurisdiccional sin ser visto y también porque siega de plano toda posibilidad de que jueces y fiscales perviertan su deber de imparcialidad, hipótesis infrecuente, aunque encubierta por especiosos argumentos jurídicos cuando se ha dado. Ante los ojos escrutadores del pueblo caen las tentaciones totalitarias del poder que todo lo avasalla, aún en los sistemas que posan de democráticos y republicanos.

       Esta breve introducción viene a cuento a propósito del muy difundido caso del sindicalista argentino Marcelo Balcedo y su mujer, imputados por la justicia uruguaya. Todo el mundo pudo ver cómo las cámaras de televisión, deambulando a voluntad dentro del recinto judicial, tomaban en un primer plano total, sin ángulos desperdiciados, los rostros de ambas personas. Así se vio a uno tratando de desviar su vista, en vano intento, de la lente que lo acosaba. La otra, optó por enfrentarla en actitud inexpresiva y resignada  ante lo inevitable de la situación. En mi sentir, un espectáculo lamentable, muy lamentable.

          Para juzgarlo hay que prescindir de quiénes son y de qué cosa hicieron. Alcanza con ser hombre, persona  y ponerse en el lugar de ellos ya que, siendo jurídicamente inocentes, sus rostros dieron la vuelta al mundo en la primera plana de los diarios y en las pantallas de televisión. Porque si el nuevo sistema  confunde  publicidad con  escarnio, habremos degradado el proceso acusatorio a niveles africanos, allí donde el déspota de turno agrega a la injusticia el ludibrio de la humillación pública.

       En esta orden, creo que los impulsores del proceso acusatorio se han lanzado al vacio sin ninguna previsión, ignorando que la presencia de la televisión en las salas de audiencia, actuando en forma irrestricta, compromete gravemente derechos fundamentales del sujeto procesado, al caso, la presunción de inocencia, el derecho a la privacidad y a su propia imagen. Al mismo tiempo,  puede perturbar el sosiego que requiere un juicio donde la oralidad es el único medio de comunicación entre el juez y las partes que controvierten.

       Si la presunción de inocencia supone tratar al procesado  como si fuera inocente, es porque aún no fue declarado culpable y podría no llegar a serlo nunca. Entonces, cualquier acto del proceso que altere o desconozca ese estado de inocencia o permita que de algún modo otros lo hagan, caso de la televisión, viola groseramente un derecho fundamental del individuo, consagrado en el art. 11 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, (UN, dicbre. de l948): “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantía necesarias para su defensa”. Más claro, imposible.

       Porque bien sabido es que la subjetividad en las tomas televisivas o la selección sesgada de las ya tomadas pueden alterar drásticamente la realidad, proyectando sensaciones distintas en el espectador.  El caso que comento de los dos argentinos imputados es emblemático en este sentido: del escenario propio de una sala de audiencias, solo se tomaron sus rostros. Y fue noticia internacional.

       Entonces, hay que evitar que la presunción de inocencia caiga ante la inculpación pública, propia de una difusión televisiva mal presentada. Alain Minc, que ha tratado con agudeza esta interacción entre Medios y Justicia,  decía rotundamente: “Y es que la inculpación pública equivale a un juicio. La presunción de inocencia desaparece y el verdadero juicio en primera instancia se asemeja a un veredicto de la opinión pública…” Pero esta tendencia no proporciona un nivel jurisdiccional suplementario para mayor protección de los encausados, porque el primer juicio, el de la opinión pública, equivale siempre a una condena” (“La Borrachera Democrática”).

        Creo que el tema tiene una gravedad innegable y justificaría ampliamente una reglamentación por la Suprema Corte en su carácter de órgano rector de los procesos, tal como ya se ha hecho en otros países que tienen años de experiencia al respecto. Por ej., dónde se han de ubicar las cámaras, si lo harán desde un punto fijo, si solo podrán tomar un plano general, como generalmente se acepta; si se prohibirá la toma frontal de los imputados, si las cámaras deberán ingresar al recinto antes del comienzo del juicio o podrán hacerlo en cualquier momento, con las interrupciones consiguientes, etc.

        Siempre ha de ser bienvenida, aunque no suficiente, toda contribución que apunte a preservar  los derechos fundamentales que amparan al hombre en el proceso penal, allí donde la uruguayez  triunfante  los sepultó más de una vez entre las cuatro paredes del “antiguo régimen”, aquel donde juez y fiscal confraternizaban, actuando de consuno.