jueves, 15 de marzo de 2018

                   INTERCEPTACIÓN  DE CONVERSACIONES 
  
                   TELEFÓNICAS   Y   SU DIFUSIÓN PÚBLICA  
                          
          En medio de un rifirrafe de proporciones épicas entre fiscales, jueces, policía y Ministerio del Interior, el  proceso penal acusatorio continúa su marcha errática hacia lo desconocido, dejando ver  grietas de todo tipo en la aplicación de ese precipitado de improvisaciones que es el Código del Proceso Penal. Particularmente, vemos cómo se van desvaneciendo las tan mentadas garantías del nuevo proceso, presentadas por sus voceros más encumbrados como la conquista suprema en favor de los imputados y de las víctimas del delito. Ahora sí tendrían asegurados todos sus derechos, superado aquel largo período de oscuridad y secretismo del “antiguo régimen”. Con  el cual - dicho sea de paso- convivieron alegremente muchos de quienes hoy son sus  adoradores.

          Vemos a diario cómo, en un país donde la Justicia prohíbe la publicación de nombres y fotografías de personas requeridas por la comisión de  hechos delictivos, la televisión tiene “barra libre” para incursionar en los recintos judiciales. Y así, el mismo día en que ellas comparecen en la primera audiencia del proceso, los avances informativos  ya los están mostrando en tomas frontales, aún antes de que el acto comience, cuando la presunción de inocencia es total y el derecho a la intimidad y al trato digno debieran asegurarles  su indemnidad moral, a cubierto del menosprecio público. A eso le llaman publicidad.

          En este orden, sorpresivamente, una nueva cuenta se agregaba al rosario y fue a propósito de la denuncia que el Fiscal de Corte y Procurador General de la Nación y también Fiscal General de la Nación –que ambas cosas es a la vez- presentó contra un abogado en ejercicio, todo con gran repercusión mediática, tal como se estila por esos lados. La prueba incriminatoria presentada por el Fiscal General  fue el registro de una conversación telefónica privada que el denunciado tuvo con terceras personas, interceptada y registrada por orden de la Justicia.  No obstante, la audiencia de formalización se frustró por un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por los abogados del denunciado. Hasta aquí, nada anormal.

          Pero al día siguiente, todo el mundo pudo enterarse del contenido de esa conversación telefónica a través de la difusión del audio por radio y televisión. Y esto es algo que debiera preocupar seriamente por la grave ilicitud que  comporta.  Porque si la fiscalía debe “transcribir”  el registro de las llamadas interceptadas en el acta correspondiente como lo dispone el artículo 209.2 del CPP, cumplido lo cual, su misión es “conservar los originales”, no se advierte cómo pudo llegar el audio a la difusión pública.

          Creo que el punto merecería de las autoridades un tratamiento más severo que prevenga estos desvíos del rigor procesal, habida cuenta de que estamos en los lindes de una intromisión indebida del poder del Estado. Porque las conversaciones telefónicas privadas, lo mismo que el hogar donde vivimos, son el último reducto de nuestra intimidad, calificados de “inviolables”  por el texto constitucional, en giro que evoca con precisión admirable la intensidad de la prohibición que proclama.

          En mi sentir, una conversación telefónica privada, por el hecho de haber sido interceptada con autorización judicial, no deja de ser tan privada como antes. Solo que, para el caso concreto y únicamente para él,  esa calidad cede momentáneamente. Pero ello no autoriza, al amparo de la publicidad del sistema,   a exponerla a la intemperie de los cuatro vientos, allí donde el juicio de la opinión pública suele condenar antes de que las resultancias del proceso se conozcan, con el daño consiguiente.

          Mal, muy mal van las cosas por esos habitáculos de cuatro por tres y medio, donde las partes se apiñan por conseguir un lugar en las dos mesitas disponibles y el público, displicentemente, se recuesta sobre las paredes laterales, teniendo a un palmo de distancia la cabeza de los actores. Cuadro bastante exótico, por cierto, que ya ambientó que la víctima en un caso concreto le asestara un cachetazo a la defensora de oficio.

        Podríamos terminar con aquella frase que una vez se le escapó al presidente Menen: “Estamos mal, pero vamos bien”.