Un extravagante proceso de amparo a cargo de un juez de Feria, ha culminado con una sentencia de corte autoritario, más que estrictamente judicial. Desbrozando un popurrí de infamias procesales, quiero referirme en particular al inexcusable apartamiento de un principio legal estampado a fuego en los códigos de procedimiento.
El Amparo es una acción –no un
recurso- y como toda acción, se canaliza a través de una demanda que culmina
con una petición, exigencia de cumplimiento ineludible. “La petición será concebida en términos claros
y positivos”, decía el 284,5º del Código de Procedimiento Civil, vigente al
momento de la sanción de la ley 16.011 de 1985. Y el actual General del Proceso
repite lo mismo: “El petitorio, formulado con toda precisión”.
Pero resulta que el promotor del
amparo, que es abogado, omitió incluir al final de su demanda el capítulo que
la ley denomina “Petitorio”, que es en sustancia, qué cosa concreta se le pide
al juez en la presentación. De ahí la severidad y firmeza de los textos
transcriptos, cuyo cumplimiento no puede deducirse por mera inferencia o
declaración verbal de intenciones por quien promueve la demanda.
Si bien es cierto que dicha ley permite que
el juez subsane de oficio los vicios formales de la demanda, la omisión del caso
no puede darse por saneada recurriendo “al espíritu de la solicitud”, como dijo
su señoría, en una interpretación heroica, “pro domo sua”, casi de validez
apodíctica. Porque ni el espíritu de la ley ni el espíritu de la demanda pueden
prevalecer sobre la claridad de los textos.
Fue así que en un periquete el juez liquidó
el argumento de la defensa del Gobierno, en un caso que iba a tener, de seguro,
graves repercusiones, a tal punto, que traspasó las fronteras patrias para
mayor vergüenza de todos.
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