Para
cualquier persona que estuviera más o menos informada de la jurisprudencia de
nuestra justicia penal en determinada materia, el procesamiento de Héctor
Amodio era asunto “cantado”. Y esa materia es la referida a los “derechos
humanos”, esas dos palabras mágicas, que referidas a un proceso penal son
suficiente para predecir su resultado.
Veamos; a propósito de un acto totalmente
ajeno a lo que luego vendría, la justicia penal esperaba su terminación,
agazapada allí, a la vuelta de la esquina, para detener a Amodio Pérez,
presunto violador de los derechos humanos por hechos ocurridos hace 43 años.
Gran revuelo mediático, prensa y televisión, fiscal acusando con la celeridad del
rayo, conferencia de prensa y juez que anuncia
un pronunciamiento inminente. Cierre de fronteras. Expectativa por
doquier. Pronunciamiento que se posterga por una semana y más expectativa
todavía. En una palabra, circo. Es el solo de violín al cual nadie se quiere
sustraer tratándose de los derechos humanos. Y un final tan previsible, que a
nadie sorprendió, aunque la rapidez de la actuación judicial dejó flotando en
el ambiente más de una interpretación cavilosa.
Una vista panorámica de la sentencia deja
ver que se trata de un producto estándar, ligero y de elaboración precipitada,
que encuentra en su liviandad su propia refutación. Una retahíla de citas truncas
tomadas de las declaraciones de viejos tupamaros, es presentada como todo un
descubrimiento sobre torturas, golpizas, plantones, etc., cuando en realidad se
trata de hechos que hace ya largo rato que circulan bien detallados en no menos
de media docena de libros, algunos escritos por los propios tupamaros y en
folletines de crónica policial para consumo masivo.
Esta percepción que se tiene por novedosa
demuestra el craso desconocimiento de la historia que se pretende evocar en la
sentencia, mucho más colorida que el blanco y negro con que fue concebida y que
hasta ahora a nadie se le había ocurrido remover, incluyendo a quienes se
encuentra en la vanguardia de esta cruzada inacabada por descubrir a quienes
violaron los derechos humanos.
Mucho más habría para decir. Y aunque la
prensa y algunos juristas de nota ya la han rebatido sin redención posible, no
resisto la tentación de referirme a un aspecto de las declaraciones de los
tupamaros, senadores, ministros y todos los que quisieron anotarse, enemigos jurados
de Amodio: sortearon con sorprendente facilidad las generales de la ley, una de
las cuales se refiere a la “enemistad” con la persona indagada. Como suele
suceder, la rutina de un procedimiento que a nadie importa no tuvo la menor
incidencia en la valoración final de
testimonios claramente fementidos, tal vez porque la imponente presencia de los
declarantes segaba de plano todo intento por disminuir la fe de sus palabras.
Y ahora, a lo que más importa: la libertad
del hombre. Con un fundamento inaceptable en todo sentido y que ofende la
inteligencia ajena, la sentencia dispuso la prisión preventiva de Amodio “atento
a
lo solicitado por la fiscalía en cuanto a determinar ulteriores
responsabilidades del indagado”. Ni siquiera se dice que se comparte el
pedido de la fiscalía. Parece
mentira, pero esto se dijo en una causa referida a violaciones de los derechos
humanos, Claro, los derechos humanos de terceros, no los del procesado.
Véase lo aberrante del criterio aplicado: se
impone la prisión preventiva del agente no
por los delitos que se le imputan “prima facie”, sino por ulteriores
responsabilidades (léase participación criminal) a determinar. Y entonces,
¿por qué no se le dejó en libertad si esas ulteriores responsabilidades aún no
estaban determinadas? Pero hay más todavía: ¿cómo es posible invocar
“ulteriores responsabilidades a determinar” si nadie sabe, empezando por el
juez y el mismo fiscal, si el curso del proceso determinará esas ulteriores
responsabilidades?
En otras palabras, como no se conoce el
futuro, es decir si habrá o no otras responsabilidades, en definitiva se está aplicando la prisión preventiva “por las dudas”, a
cuenta de lo que pudiere venir, una
especie de anticipo, podríamos decir, en términos tributarios. Y así, de un
plumazo, se envía a la miseria de una cárcel a alguien que no la merece en
rigor de derecho, según surge de la propia sentencia.
Viene luego un poco de compasión: a renglón
seguido la sentencia dispuso que el médico forense examinara al procesado para
determinar si correspondía la prisión domiciliaria, sustitutiva de la prisión
carcelaria. Es lo que un penalista español, ex magistrado, denomina con
impecable acierto la ”mala conciencia”, sedimento que queda en el alma de quien
tiene que aplicar tan terrible instrumento y tenga debida conciencia de ello.
“Mala conciencia” que surge de saber que la presunción de inocencia está allí
presente y reclama su preeminencia constitucional y su derecho a comparecer.