Quisiera sumar mi voz a la
repulsa general que ha recibido una reciente sentencia de una jueza del fuero
penal por la cual declaró obsoletos, arcaicos y derogados por la regla moral
ciertos principios cardinales del Derecho procesal penal universal, tales la
presunción de inocencia y el derecho a la no autoincriminación. Y aunque, a mi
juicio, la columna de Claudio Paolillo del jueves 10 de marzo, valiente,
frontal e irrefutable, pone el tema fuera de controversia y enciende una luz de
alarma que las autoridades no debieran ignorar, el punto puede ubicarse en un
contexto más amplio que es el estado de perversión en que ha caído el proceso
penal uruguayo. Claro está que la magnitud oceánica del exabrupto jurídico le
ha dado cierta individualidad y viene a ser una especie de coronamiento a tanta
degradación.
El caso se inscribe en una literatura
jurídica de circunstancias, ajena por completo al rigor normativo exigible
cuando la Justicia dice su palabra y que se inicia con el procesamiento de los
Peirano y luego continúa con el de militares y policías, elaborada por jueces y
fiscales actuando de consuno. Desde aquel juez que proclamó que sobre los
primeros "caería todo el peso de la ley", expresión de patio propia
de una sobremesa y que muy luego se excusó inexplicablemente para no
obstaculizar el proceso; desde aquella disparidad de opiniones judiciales sobre
los desaparecidos, para unos jueces muertos y para otros vivos aún y para el
Estado en situación de "ausentes", es decir, ni vivos ni muertos;
pasando por aquella profanación de sepulcros que consistió en abrir uno para
ver si el muerto estaba allí, pues alguien dijo que se le vio caminando;
llegamos a esta arremetida final contra ciertos principios universales
incorporados hace largo rato a la norma jurídica, proclamando su desaparición
del escenario jurídico del país.
Esta invocación a la regla moral no es
nueva, ya que fue uno de los puntal es sobre los cuales se fundó el
procesamiento del militar de más alto rango, por citar un caso emblemático.
Pareciera que tratándose de los derechos humanos, a falta de un amparo claro e
irrefragable en la norma positiva, hay un atajo que nos llevará al punto
deseado recurriendo a la norma moral. Allí nació "el deber de todos de
recordar lo acontecido como obligación ética" y el derecho a no
incriminarse se llamó "escudo de silencio".
Claro está que volver a citar a Kelsen
que depuró la ciencia del derecho de todo componente moral y metafísico y
separó tajantemente ambos órdenes, sería una verdadera pérdida de tiempo cuando
ya hay partido tomado.
Tampoco tuvo ningún efecto, al
punto que nadie se inmutó por ello, el rotundo y humillante varapalos que
nuestra Justicia recibió de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por
la grosera falta de garantías que tiene el proceso penal uruguayo y urgía una
pronta rectificación. Extenso, bien fundado e irrefutable, nadie lo leyó ni se
dio por aludido. Siendo una pieza de excepcional enjundia, descansa en paz.
En los niveles más altos de la Justicia
se pergeñaba aquello de la "gravedad ontológica del delito" para
descartar una libertad provisional de un procesado, con lo cual la naturaleza
cautelar de la prisión preventiva -y no tiene otra- pasó a ser un tema de la
metafísica jurídica. Y más luego, "la prueba por diligenciar" y
"la grave alarma pública" y expresiones de patio del tipo "tenía
que saber", "no podía ignorar", "no es creíble". Y
también la inaplicabilidad de la prescripción porque durante la dictadura
"no había justicia". Y los jueces del crimen organizado exhortando
públicamente a presentar denuncias anónimas, todo lo cual fue conformando un
popurrí de infamias procesales, prácticamente desconocido en la severa y
profunda jurisprudencia penal del país.
Aquello tan cierto y que tanto costó a la
humanidad cuando la ciencia jurídica definió el proceso como un entramado de
actos cuya finalidad es garantir al hombre sus derechos, va camino de
convertirse en su negación más rotunda al amparo de estas pretensiones, más o
menos luteranas, de arramblar con el proceso, tal como se le conoce en las
democracias occidentales. Y como ya no cuentan los tratados internacionales, ni
la ley nacional, ni las recomendaciones de la OEA, ni el art. 11 de la
Declaración de Derechos de la ONU, Ni Kelsen con su teoría pura del derecho,
por citar lo más relevante, voy a transcribir a un maestro del derecho
procesal, cuya autoridad intelectual y moral sobrepasó fronteras, para que
también lo declaren obsoleto y perimido, incluyendo su prosa galana y poética.
He nombrado al Dr. Eduardo J. Couture y aquí va en el párrafo siguiente:
"Corresponde a la ley procesal, en los
países del sistema de codificación, determinar con rigor y exactitud, en qué
consiste este día ante el Tribunal (se viene refiriendo al “his day in Court”
del derecho americano) o, en otros términos, la medida de la necesaria defensa
ante la Justicia. El Código de Procedimientos viene a ser así, la ley
reglamentaria de esta garantía individual contenida en las Constituciones. El
individuo encuentra en el proceso civil o penal, la ciudadela de su inocencia;
el derecho procesal supone inocente a todo individuo hasta tanto se demuestre
lo contrario. Y tampoco esto ocurre por comodidad, sino por necesidad. La
excepción, como un pequeño arroyuelo, viene a desembocar en un río de ancho
cauce: el de los derechos del individuo y en particular de su derecho a la paz
y a la libertad".
Y como le dijera en una anterior,
no sigo copiando porque siento vergüenza, mucha
vergüenza...
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