PRISIÓN PREVENTIVA POR VIVIR EN LA FRONTERA
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Recientes informaciones de prensa dieron
cuenta del fallo de un tribunal de apelaciones
por el cual se disponía la entrada en prisión preventiva de dos personas que
habían sido procesadas con prisión domiciliaria por el juez de la causa. Los
fundamentos, breves por cierto, aducidos por el tribunal para sacarlos de sus
domicilios y encarcelarlos, sorprende por su liviandad, ausente toda noción de
rigor jurídico, nada menos cuando éste debe tener la solidez de la roca al
tratarse de la libertad del hombre.
Veámoslo a renglón seguido.
Refiriéndose al riesgo de fuga de los
dos procesados, el tribunal señala que viviendo en Carmelo, cualquier ciudadano
uruguayo puede cruzar fácilmente a territorio argentino, que está a una
distancia de solo dos kilómetros, realidad que los imputados conocen por vivir
en la zona. Francamente, el argumento es para caerse de espaldas porque
significa literalmente que las personas que habitan en las zonas fronterizas
del país, allí donde el cruce podría realizarse simplemente caminando, debieran
procesarse, en su caso, con prisión preventiva porque el riesgo de fuga está al
alcance de la mano. Es tanto como estigmatizar con el sambenito de la vecindad
fronteriza a las personas que viven en ella.
El argumento desconoce sin disculpa
posible que el riesgo de fuga pertenece al mundo de las intenciones y no
depende de circunstancias ajenas a esa intimidad. La mera “disposición de
facilidades extraordinarias para abandonar el país”, como con error dice el
Código del Proceso Penal, no abona ninguna presunción de fuga, toda vez que la
intención del agente es un fenómeno psicológicamente,puro, inescrutable por una
simple circunstancia del mundo exterior, como es vivir a dos pasos de la
frontera. Incluso, disponiendo de aquellas facilidades pudiera no tener la
menor intención de fugarse ni interés alguno en hacerlo, como se daba en el
caso ocurrente.
El otro argumento para fundamentar la
prisión preventiva también raya en la frivolidad: pendiente la declaración de otros trabajadores de la estancia,
compañeros de los dos imputados, éstos podrían obligarlos a declarar de
determinada manera, con lo cual estarían obstaculizando la investigación. Es decir,
el tribunal prejuzga intenciones, porque en rigor de verdad, como ya lo vimos, no podría saber si esa presunción
existe o no en la intimidad de la conciencia de los imputados, ausentes
conductas anteriores que indujeran a ello. Como antes la vecindad, ahora el
compañerismo inducen al tribunal a meter en la cárcel a los procesados.
Más que estupor, a uno se le aflojan
las piernas cuando ve que la libertad del hombre, en casos como el ocurrente,
es conculcada con argumentos tan insustanciales en el orden jurídico, justo
allí donde la presunción de inocencia, siempre olvidada, debiera prevalecer
sobre meras conjeturas de imposible probanza.
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