EL CAMBIO EN LA PRESIDENCIA DEL
MERCOSUR
La
transferencia de la presidencia del Consejo del Mercado Común, que debe pasar
de Uruguay a Venezuela, ha dado lugar a una situación más o menos esperpéntica, con una tergiversación
deliberada de la realidad por sus mismos protagonistas, en función de intereses
puramente políticos.
Sobre el tema propiamente dicho de la
transferencia de la presidencia como acto jurídico, se ha armado un verdadero
rifirrafe: el gobierno uruguayo ha dicho reiteradamente por boca de su
canciller que su decisión es “entregar la presidencia a Venezuela”, es decir,
“traspasarla” según el mismo vocabulario oficial. Sería también, en el mismo
sentir, lo jurídicamente correcto, tal como lo disponen los tratados vigentes.
En
la posición opuesta se encontraría el gobierno de Venezuela según lo expresara
su pintoresca canciller cuando apareció
sin previo aviso en Montevideo y descargó munición gruesa sobre Brasil y Paraguay al mejor estilo “maduriano”,
provocando el desbande de los cancilleres que por aquí estaban, prontos para
reunirse. Según esta posición, la presidencia se transfiere por el solo
cumplimiento del plazo semestral, sin que sea necesaria la reunión del Consejo ni la aquiescencia de sus
integrantes.
Una percepción más atenta del caso, lejos
de la improvisación propia del momento televisivo, nos permitiría discernir de
qué cosa estamos hablando. Como la normativa
aplicable (12 de Asunción y 5 de Ouro Preto) no dice cómo se hará ese cambio
semestral de la presidencia, la ausencia debe superarse aplicando en lo pertinente
la teoría kelseniana del derecho: cualquier
interpretación conducente al fin
indicado debiera tenerse por válida, sin excluir a ninguna que apunte a igual
término. No hay ni laguna ni vacío legal, simplemente ausencia de legislación
al respecto.
En este caso, los precedentes abonan el
procedimiento de “trasmitir” o “transferir” la presidencia mediante un acto formal del Consejo del Mercado Común, con
la presencia de todos sus miembros, requisito éste sin la cual no podría
funcionar válidamente. De ahí la insistencia de Uruguay en reunirlo cuanto
antes para sacarse de encima un asunto que, dicho sea de paso, le está quemando
las manos, como le queman las manos todos los
vinculados a Venezuela, los cuales se tratan con una asepsia política
que ya avergüenza por reiterada y temerosa.
Así las cosas, es fácil advertir que se
trata de cumplir con un acto de investidura, el cual “supone” la
necesidad de su realización para que los derechos y obligaciones que son propios de determinados cargos, oficiales
o no, adquieran efectividad. Son formalidades o protocolos más o menos
simbólicos, que se confunden con la toma
de posesión y que encuentran su
origen en usos y tradiciones fundacionales.
Al respecto, hay abundantes ejemplos en
todos los órdenes, siendo el más
espectacular de ellos el llamado
“trasmisión del mando”, cuando después que jurar ante la Asamblea General, el
presidente electo recibe la banda presidencial de su par saliente. De los pocos
de imposición legal está la investidura de los empleados públicos, dispuesta
por el art. 18 de la ley 11.923 de marzo de 1953.
En suma, los protagonistas del caso
“suponen” que debe existir alguna ceremonia o acto protocolar donde se
“transfiera” la presidencia al cabo del semestre, aunque ninguna norma
disponga su realización. Lo importante
en estos casos no reside en quien tiene
que entregar la presidencia, sino en
quien debe recibirla por derecho
propio.
En el ejemplo anterior, bastaría que el
presidente saliente no asistiera a esa “trasmisión” para que el entrante se
quedara sin asumir, hipótesis heroica que demuestra lo prescindible del acto y hasta
lo variado que puede resultar cuando ciertas hostilidades obstan a su realización. Tal como sucedió en Argentina, al
recibir Mauricio Macri los atributos del
mando de parte del presidente provisional del senado cuando Cristina Fernández se negó a cumplir tal
ceremonia.
En el
caso que nos ocupa bastaría la sola voluntad de asumir la presidencia y la
constancia de que el nuevo titular tomó
el ejercicio efectivo del cargo, para que el nuevo semestre empiece a correr. Las hipótesis pueden ser varias como ya quedó
dicho, salvo que se entienda que los precedentes obligan en orden a lo
políticamente correcto, que parece ser
la idea que asoma detrás de quienes pugnan por una reunión.
Para finalizar, una variación sobre el
mismo tema para referirme a la posición uruguaya para justificar la necesidad
de entregar la presidencia, no obstante los insalvables reparos que merece el
gobierno venezolano en orden a su funcionamiento democrático. En este sentido
la realidad agobia con sus probanzas y causan estupor y hasta indignación por
cuanto tienen de menosprecio a la inteligencia ajena, los argumentos oficiales,
siempre complacientes con el gobierno venezolano.
De la farragosa literatura oficial que se
ha visto en estos días, rescato dos argumentos fundamentales: en Venezuela “hay
un gobierno legítimo” y “no hubo quiebre institucional”, afirmaciones que
sorprenden por su falsedad intrínseca y que también desmerecen por la penosa
realidad que trasuntan, de miedo a despertar la ira siempre pronta a estallar del
presidente Maduro. De la cual el
gobierno uruguayo ya recibió un “adelanto” con el vocabulario de patio con el
que la inefable canciller venezolana les cayó a Brasil y Paraguay en su
reciente paso por Montevideo.
Del palabrerío insustancial con que el
canciller trata de justificar esa posición complaciente del gobierno respecto
de Venezuela, debe rescatarse su retorno al imperio del Derecho: “lo jurídico
debe prevalecer sobre lo político” ha dicho reiteradamente. Lo opuesto de lo
que expresó con su voto cuando el
canciller Almagro fue interpelado por la vergonzosa suspensión del Paraguay: allí cohonestó sin reservas la
explicación de Mujica para consumar el atropello: “lo político superó
ampliamente a lo jurídico”. Entre tantas claudicaciones, algo para rescatar.
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