Quisiera hilvanar
algunas reflexiones sobre un tema que sigue velado por un manto de silencio, en
actitud cómoda y prescindente, cuando en realidad debiera ser una urgente
preocupación del gobierno y de quienes están vinculados al caso. Me refiero, un
vez más, a la libertad del hombre en el curso del proceso penal uruguayo. Con
los derechos humanos ya convertidos en tópico; incorporados a la agenda de las
colectividades políticas y en algunos casos, invocados como bandera de triunfo
electoral, cuesta creer que el principal de todos ellos sucumba a diario a
reprobables criterios de jueces y fiscales, justo allí donde su vigencia plena
debiera estar inscripta con letra indeleble en el frontispicio de nuestros
tribunales.
Recientes
declaraciones de dos fiscales penales vertidas en la prensa de la capital han provocado en mi espíritu la más profunda
decepción en cuanto, ya sin pudor ni justificación alguna, se proclama
abiertamente que la libertad del hombre depende de la voluntad irrestricta de
estos funcionarios del Ministerio Público, sin que deban justificar qué norma
jurídica los ampara para avasallar esa libertad, arrojando a las miserias de
las cárceles, innecesariamente, a sus víctimas ocasionales.
A propósito de los
delitos vinculados el consumo de la pasta base y de la aplicación de la prisión
preventiva en esos casos, un fiscal se descuelga con esta afirmación: “yo
no concibo el procesamiento sin prisión cuando al procesado se le imputa la
comercialización de droga, sea como sea”. Según este criterio,
ausente de toda fundamentación jurídica, pues no se invoca ninguna, la libertad
del hombre durante el presumario dependerá de las ideas que el fiscal tenga en
su fuero íntimo, pues eso es, en sustancia, lo que él “concibe”. Así, sin ambages ni
medias tintas, descarnadamente, el fiscal
desnuda su convicción moral sobre el punto en examen y en base a ella conculcar
la libertad del hombre en los casos que tiene a su conocimiento. En otras
palabras, si se le preguntara por qué procesa con prisión, lo único que podría
contestar es “porque yo lo digo”.
Ahora bien, como lo
que el fiscal “concibe”, es decir, lo que él “cree” en su interior, es un
fenómeno puramente psicológico a través del cual podría canalizarse todo tipo
de sentimientos, aún los más innobles, el cercenamiento de la libertad del hombre
se degrada en pura arbitrariedad, saltando por los aires las garantías que la
amparan, ya en la Constitución y las leyes del país, ya en los tratados
internaciones.
Es el triunfo del “yo
no concibo” sobre el imperio de la norma jurídica, penosa comprobación que
escuece el alma y demuestra hasta qué punto ha llegado esta perversión del
sistema, allí entre las cuatro paredes donde se desarrolla ese drama cotidiano
llamado proceso penal uruguayo, cerrado a cal y canto a toda exposición pública
y donde la libertad yace derrotada por el determinismo
psicológico o peor aún, por el mero parecer circunstancial y episódico de un
magistrado. O más grave todavía, por quienes procesan con la bandera política
al tope, como quedó hartamente demostrado en hechos no muy lejanos de pública
notoriedad, con bullanga incluida y todo.
En la misma nota,
pero en posición contraria a la transcripta, otro fiscal manifiesta no
compartir esa práctica jurisprudencial “que amerita que por muy pequeñas cantidades
de pasta base, se disponga prisión preventiva del imputado”. Lo cual
confirma que la aplicación de la prisión preventiva es asunto personal de cada
fiscal, quien se siente con las manos libres para conculcar la libertad del
hombre cuando se lo proponga, ajeno a toda sujeción normativa. Es el reino del
“yo no concibo” -una especie del “non plus ultra” de la arbitrariedad judicial-
prevaleciendo sobre el derecho positivo, aberrante práctica que a diario
sepulta en la lobreguez de las cárceles a decenas de personas, más allá de la
presunción constitucional de inocencia, penosamente devenida en puro lirismo
para recitar ante publiquitos de academia.
Claro está que el telón
de fondo de tanta arbitrariedad es un farragoso cúmulo de disposiciones legales
que de forma inorgánica y puramente ocasional se han referido a la aplicación de
la preventiva y que terminó sepultando el elevado designio del legislador de
marzo de l987 cuando al sancionar la ley 15.859 creyó haber desterrado para
siempre un flagelo que asociaba, con carácter general, el procesamiento con la
privación de libertad.
La experiencia
demostró más pronto de lo imaginado que aquel designio no pasó de ser sólo un sueño, sofocado al despertar por la
pacatería reinante –mejor llamada hipocresía- del orden político y la presión de aquéllos
que veían escapar de sus manos el poder insuperable de disponer de la libertad
del hombre y con ello, de su honor, de sus derechos laborales y del entorno
familiar, último refugio ante las adversidades de la vida. La ley 17.726 con el
señuelo de las medidas sustitutivas, enturbió más las aguas, ambientado la
aplicación de la preventiva en función de criterios de convicción moral, bien
explanados en sus artículos 2º y 17º. Un verdadero retroceso.
Finalmente, pero no
por ello menos importante, sería buena
cosa poner en entredicho la competencia del Ministerio Público para solicitar
conjuntamente con el procesamiento la prisión preventiva del indagado. Porque
el ejercicio de la acción penal es asunto perfectamente separable de la
imposición de medidas privativas de la libertad, las cuales, según los textos
legales que se refieren a ellas, quedan reservadas en su iniciativa y determinación
al “juez” o al “magistrado”, en su caso, por lo que la intervención de los
fiscales penales se perfila como una
indeseable intromisión, ajena por completo a la competencia que les asigna el artículo
12º del decreto-ley 15.365.
Como se ve, el
panorama es desolador para la libertad del hombre, a veces mal llamada
ambulatoria. Ni siquiera se advierten atisbos de reacción, sino una condenable
resignación en unos e indiferencia en otros, éstos más atraídos por el cannabis
y sus efluvios embriagadores. Con el año electoral en ciernes, las esperanzas
se desvanecen, en tanto aquella libertad seguirá sojuzgada por la prisión preventiva triunfante.
Carnelutti decía en
Montevideo, allá por la década del 50, que el proceso penal era “el proceso del
dolor y de las sombras”. Aplicada al Uruguay de hoy, la definición tiene una
impresionante justeza.
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