Algunos hechos
ocurridos recientemente y que aún mantienen una alta repercusión pública, han
puesto en la picota a nuestro degradado proceso penal, más concretamente, a la
prisión preventiva y su variante humanizada, conocida como medidas sustitutivas.
Es que estando en juego la libertad del hombre, podría decirse que los
anticuerpos reaccionan automáticamente, metafóricamente hablando.
Dichos sucesos han
originado críticas de todo tipo, pues nadie quedó sin decir su palabra de
condena, desde el más modesto ciudadano hasta encumbrados juristas, incluyendo a quienes
podríamos llamar -remedando a las Cortes
españolas- la “masa encefálica” del
derecho penal uruguayo, enfrentada con resignación a hechos irreversibles. Para
mayor escarnio, desde algún órgano especializado de las Naciones Unidas se
reclamaba contra la aplicación abusiva y maliciosa de la prisión preventiva en
el Uruguay.
Buena cosa es,
entonces, sumar críticas y condenas al proceso penal uruguayo como una forma de
exteriorizar el rechazo a un sistema casi medieval de juzgar a las personas y
que ya roza los lindes de la obscenidad jurídica, justo allí donde la
presunción de inocencia debiera blindar su indemnidad ante el asedio inquisidor
de jueces y fiscales buscando la sombra de un delito, tal como Diógenes andaba
con su linterna buscando un “hombre digno”. Aunque aquí también se trata de
buscar un hombre digno, pero para meterlo en prisión preventiva y así
arruinarle la vida. Que ese es el resultado final de su inmisericorde
aplicación.
Efectivamente es así.
La imposición arbitraria de la prisión preventiva, amparada en textos legales
de deplorable redacción y peor aún, en ausencia de éstos, se ha convertido en el azote de la gente
honrada que por primera vez debe enfrentarse al drama de un proceso penal que
recién comienza. Aplicada a piacere por jueces y fiscales con los
pretextos más variados, ajenos todos al imperio de la legalidad, hoy se yergue
triunfante sobre los derechos humanos de los procesados, ante la indiferencia
general y el estupor de quienes, sin conocerla, creen en la Justicia.
Para los
desafortunados de turno que deben sufrirla no hay discursos parlamentarios
altisonantes, ni políticos preocupados, ni paz y justicia, ni protestas
tumultuosas frente a la Suprema Corte, ni jueces en San José, último refugio de la consabida cháchara
latinoamericana en la materia. Su imposición innecesaria se sufre en silencio y
con resignación ante la falta de medios para evitarla. Igual que la muerte.
La “gravedad del
hecho” y la “grave alarma social” consagradas en sendos textos legales, con su
imprecisión y una laxitud que espanta, han ambientado una aplicación casi
africana de la prisión preventiva para escarnio de la libertad del hombre,
degradando las llamadas “garantías del debido proceso” a un mero recitado sin
alma, para repetir en el aula en un día
de examen. Definitivamente sepultado por nuestros jueces el único fundamento
que podría justificar su imposición, que es
la sospecha fundada de fuga del procesado, ya no quedan medios idóneos para
detener el golpe cuando al cabo de la instrucción preparatoria la Justicia lanza su estocada final: la gravedad de los hechos.
Por si todo esto
fuera poco, ha reaparecido con su rostro de Medusa el “Abuso
de funciones en casos no previstos especialmente por la ley”. Muy constitucional y todo lo demás, pero
también muy apto para darle antojadizamente carácter delictivo a cualquier
causa de anulación de los actos administrativos, -de esas que se dan a diario
en toda la Administración Pública- aprovechando la frontera difusa que los
separa. Y también, pasaporte seguro para mandar a gente honrada al oprobio de la cárcel inmerecida,
penoso tributo que ahora deben pagar quienes se dedican por entero a la causa
pública.
Contrastando con ese
abandono de la libertad del hombre a merced de criterios puramente psicológicos
que nunca podrán justificarse racionalmente, los medios daban cuenta de la
reciente aparición en el proceso penal uruguayo de las llamadas Instancias de Mediación, novedoso sistema destinado a que víctima y victimario
“dialoguen sobre el delito y sus consecuencias para la víctima” y hasta se
pongan de acuerdo en su reparación. Todo en un ambiente de reencuentro
fraterno, de alta inspiración humanitaria, bajo la mirada complaciente de
nuestros tribunales penales. Bienvenidas y buena suerte les deseo, aunque por
contraste, no deja de haber cierta ironía poética en ello.
En efecto, sería
deseable que un hálito, aunque más no fuera, de esa noble inspiración soplara
sobre jueces y fiscales, sin necesidad de seguir protocolos de las Naciones
Unidas ni del apoyo de benefactores internacionales, para que se hicieran
tiempo un día en la semana para visitar a quienes salieron en libertad provisional después de sufrir varios meses el calvario de la prisión preventiva. Y les preguntaran qué fue de sus vidas, qué fue de sus familias, de su entorno social,
qué fue de su trabajo, a qué se dedican
ahora. Y sobre todo, qué harán ahora
para recuperar el honor perdido, la dignidad pisoteada, qué harán para
recuperar la esperanza.
Verán entonces, los
que quieran verlo, la tremenda inmoralidad de la prisión preventiva -como decía Carrara- y los daños irreparables
que provoca en el ser humano, dotado de derechos fundamentales inherentes a su
libertad. Todo innecesario, todo perfectamente evitable, sin que la Justicia se
resintiera en lo mínimo ni las leyes dejaran de cumplirse, con solo recurrir a
las medidas alternativas, sustitutivas del oprobrio carcelario. Con este
pequeño giro todos habrían ganado, incluso quienes resultaren perdedores al
final del proceso. Pero en todo caso siempre habría un ganador supremo: la
libertad del hombre. Entonces se darían cuenta que el esfuerzo valió la pena y
que la humanización del procesamiento está al alcance de la mano.
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