El procesamiento de un conocido abogado del fuero penal resulta
propicio para hilvanar algunos comentarios sobre el perverso proceso penal
uruguayo. Como Ud. recordará, no es la primera vez que me acojo a la
generosidad de su semanario para referirme a este tema ni nunca serán
suficientes las que pudieren venir para
aborrecerlo hasta la execración. Lástima que mi voz sea la de un solitario que
clama en el desierto ante el injustificable silencio de quienes debieran ser
los primeros en levantar su protesta por estar a diario en contacto con él, ya
en el aula, ya en los estrados judiciales, más aún, en un país donde se ha
hecho una verdadera industria de la defensa de los derechos humanos, con importantes réditos políticos en algunos
casos.
Con expresiones de condena hemos podido ver estos días a los abogados
defensores de las personas procesadas referirse a la indefensión de sus
representados en el proceso penal abierto contra ellas. Según la información
periodística, estas personas fueron aprehendidas el día 25 de noviembre a las
11 de la mañana y a las 3 de la mañana del día siguiente ya estaban procesadas.
Pero durante el largo período que duró la investigación presumarial los
abogados defensores nunca tuvieron acceso al expediente, por lo que desconocían
las pruebas de cargo acumuladas en él por el juez y por el fiscal contra sus
defendidos. Y aunque desde el punto de vista estrictamente jurídico les asista
razón, bueno es recordar que este penoso
cuadro se ve a diario en nuestros juzgados con competencia en materia penal. Es
una práctica corriente con la cual
conviven pacíficamente los llamados “operadores del proceso”, incluyendo a las
organizaciones profesionales que dicen representarlos, sin que hasta ahora a
nadie se la haya oído decir “esta boca es mía”.
El
caso de los procesamientos por delitos relativos al narcotráfico, con ser
emblemático por la notoriedad de los enjuiciados, no es una excepción, sino uno
más en la devenir cotidiano de nuestro degradado proceso penal. Lo mismo podría
decirse del banquero extraditado de los Estados Unidos, cuando llegó al país un
10 de septiembre y el 11 ya estaban prontas la vista fiscal y el auto que lo
procesaba con prisión preventiva. Porque en nuestro país el derecho de defensa
de una persona indagada o sospechada cuando no existe flagrancia se limita a
tomarle una única declaración en presencia de su abogado y nada más. Nadie
puede producir prueba en contrario antes del procesamiento. Juez y fiscal
pueden tomarse meses y hasta años para reunir prueba en contra de una persona y
una vez que entienden que ya es suficiente, la citan y, policía mediante y
esposada, llega al juzgado para recién enterarla de todo lo actuado en su
contra. Claro, allí es cuando los escrúpulos constitucionales del juez quedan a
salvo, tomándole al indagado una única declaración en presencia de su abogado,
absolutamente irrelevante para impedir un procesamiento que ya está
predeterminado en la intención de sus juzgadores. Puro formulismo jurídico,
ante la desesperación de quien, atónito, ve que no se le ha permitido articular
su defensa. La prueba en contrario, es decir, la de descargo, la podrá producir
después de procesado y metido en prisión preventiva, pero nunca antes.
Ante tanto atropello, la ley 17.773 del 20 de mayo del 2004 vino a
resultar un espejismo jurídico para lectores desprevenidos, en cuanto teóricamente
dispuso que “los indagados y sus defensores tendrán acceso al expediente
durante todo el desarrollo del presumario”. Porque si el presumario puede
durar meses o años y al indagado y su defensor recién se les da conocimiento de
su contenido el día en que el juez y el fiscal están decididos a procesar, la
violación del precepto aparece clara y bien perfilada, con su consecuencia
inevitable, la nulidad, toda vez que se ha incumplido una garantía fundamental
del proceso, prevista incluso en la ley internacional y cuyo designio más obvio
es la protección de la libertad del hombre, en riesgo de perderse ante la
justicia penal. De ahí la queja permanente de los abogados,
siempre discreta y resignada, cuando protestan porque no tuvieron acceso al
expediente. Y tienen razón por cierto, aunque en el caso concreto me viene a la
memoria Caifás cuando se rasgó las vestiduras horrorizado por la respuesta de
Jesús.
Nuestro degradado proceso penal, vuelvo a decirlo, hace mangas y
capirotes del amplio espectro de garantías que el llamado Pacto de San José de
Costa Rica consagró a favor de las personas cuando son llevadas ante un
tribunal penal. Y esto no es filosofía, sino derecho positivo desde que la ley
15.737 del 8 de marzo de 1985 aprobó la Convención Americana sobre Derechos
Humanos. Al caso concreto, “ser informada sin demora y en forma detallada,
de la naturaleza y causas de la acusación formulada contra ella”, “disponer del
tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa”,
“interrogar o hacer interrogar a los testigos de cargo y a obtener la
comparecencia de los testigos de descargo y que éstos sean interrogados en las
mismas condiciones que los testigos de cargo”. En nuestro país esto recién
funciona cuando el procesamiento y la prisión preventiva ya son hechos
consumados y las apelaciones pura gimnasia forense. Y ni hablar de la segunda,
donde la Convención dispone que “la prisión preventiva de las personas que
hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general”, toda vez que aquí es
exactamente al revés. Nuestra jurisprudencia cotidiana mete en prisión a la
gente atendiendo a la “gravedad” de los hechos o porque aún hay prueba por
diligenciar, pero ausente todo fundamento de derecho que la justifique. Triste
refugio de la conciencia moral para escarnio de la libertad de hombre.
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