LA
SENTENCIA DE LA CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS
EN EL CASO GELMAN
Algunas reflexiones de carácter general
Guiado más por la
curiosidad que por el interés particular en el tema, que lo tengo, pero ahora
no viene al caso, me dispuse a leer la multicitada sentencia de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA en el caso Gelman, acuciado por
los ecos de todo tipo que aún se prolongan en ciertos espíritus, pues intuía
que en el orden político se trataba de algo parecido a lo que sucede con el
Quijote, del cual todo el mundo habla sin haberlo leído. Fue así que me aboqué
a su conocimiento para saber qué es, en sustancia, lo qué dijo tan alto Tribunal
de justicia interamericano y cómo lo
dijo, que esto último también importa.
Me engolfé entonces
en la lectura de un documento que tiene 92 páginas impresas a doble espacio,
dividido en 312 párrafos y con 329 citas
al pie de página, escritas con letra menuda éstas, algunas veces de extensión
muy superior al propio texto, tanto que si hubieran estado incorporadas a él,
la dimensión del documento bien podría haber sobrepasado largamente las 100 páginas.
Tuve así una vista panorámica de la
sentencia, diría figuradamente, antes de proceder a su lectura por inmersión.
Sin ser experto en
la materia, pues muchos los hay a cuyas alturas difícilmente puede llegar el
común de las gentes, expondré a continuación algunas conclusiones de carácter
general, sin abordar, como ya dije, el fondo del asunto, propósito éste que
podría llevar extensos desarrollos, muy lejanos de la sensación visual que
pretendo trasmitir con este escrito, allí donde los jueces suelen poner
interpretaciones eruditas y algunos políticos
su ignorancia, tal como si ésta fuera una virtud.
En primer término,
se trata de un documento muy extenso, demasiado extenso, extensísimo diría
mejor, por momentos reiterativo y cargado de citas al pie de página que, en muchos
casos, le hacen perder a uno el sentido de lo que venía leyendo en el texto.
Pareciera que a medida que la Justicia sube en categoría o se internacionaliza,
las sentencias aumentan en extensión, alcanzando su punto culminante en las que
profiere el Tribunal de la Haya, donde la lectura oral y pública de los fallos
suele llevar horas de expresión monocorde en boca de un juez togado y con
peluca, que las lee sin pausas ni inflexiones, poniendo una nota de heroísmo en
un auditorio resignado.
Aquí pasa más o
menos lo mismo y de seguro que leer de un tirón la mencionada sentencia sería
un esfuerzo poco aprovechable sin una buena dosis de valor en el acometimiento
y si no se interrumpiera cada tanto su lectura a los efectos de recomponer lo
leído en términos de entendimiento. Y también para respirar un poco, como los
nadadores después de la inmersión. De ahí que sea lógico presumir que sólo una
minoría selecta y calificada, pero no excluyente, se habrá interesado en su
lectura, quizá reservada por su naturaleza a juristas que se ocupan de estos
temas, pero desconocida para quienes, paradójicamente, la mencionan a diario,
en especial cierta clase política, empeñada en poner aquéllos como emblema de su
razón de ser en el mundo.
En segundo lugar, advierto cuánto ha
progresado la justicia internacional en su invasión al ordenamiento jurídico de
los Estados, relegando a una estatura liliputiense, metafóricamente hablando,
preceptos constitucionales que hasta no hace mucho tiempo se tenían por
inconmovibles. La irrupción vehemente de los derechos humanos en el escenario
jurídico internacional hoy todo lo subordina con su ímpetu avasallante.
Así, la
sentencia en comento en su condena al Estado uruguayo no sólo fija
indemnizaciones, pago de honorarios y gastos, sino que ordena hacer actos
públicos de reconocimiento de culpas, colocación de placas, seguir las
investigaciones, encontrar restos humanos y reconocerlos, reformar la
legislación, dar cursos de instrucción a los funcionarios judiciales y hacer
modificaciones presupuestales a esos efectos. Y por si algo faltare, hasta fija el tipo de cambio que se tomará para el
pago de las primeras, que será el vigente el día anterior en la Bolsa de Nueva
York, para el caso que se haga en moneda nacional. Todo un panorama, como podrá
verse.
Claro está que mientras esto sucede en una
mitad del mundo, en la otra mitad miles de personas padecen el oprobio del sojuzgamiento,
el secuestro y la mutilación y la muerte misma en manos de regímenes despóticos
o de guerrilleros sanguinarios, donde ya ni siquiera tiene sentido hablar de violación de los derechos humanos,
toda vez que ha largo rato que éstos salieron de circulación, tal como las
monedas que con el tiempo pierden su valor. Hasta esos seres infelices no
llegan los desvelos de los organismos internacionales que tutelan nuestros
derechos, ni siquiera por una mera advertencia, con lo cual se comprueba una
vez más cuánta duplicidad hay en quienes se dedican a pregonar estos temas,
habitualmente levantados como bandera política, a falta de aquéllas que son
creaciones del talento y de otras legítimas
superioridades.
En definitiva y
abreviando, un documento denso, no recomendable para impacientes ni para
quienes se dejan ganar por el tedio a poco de empezar, pero muy apto para
aquéllos que, con interés diverso, acostumbran a sacar conclusiones apresuradas
poniendo fuera de contexto alguno de sus 321 parágrafos, como también de sus 329
citas, yendo éstas desde Eslovenia a Sudáfrica, pasando por la Confederación
Suiza, Estados Unidos, Colombia y Guatemala, por mencionar algunas y que sin
mayor esfuerzo hemos visto repetidas en más de una sentencia, tal como si su
redactor las hubiera tomado de los textos originales.
Como se ve, nada
dejaron de lado ni librado al azar los seis hombres de Costa Rica en su pulsión
condenatoria al Estado uruguayo, el cual, visiblemente, ha sobrepuesto la
satisfacción de la acogida a lo que pudo ser, en rigor de derecho, el examen
pulcro de su concordancia con la Constitución del país, por más pequeñita y
mohína que ésta se vea actualmente ante los nuevos descubrimientos jurídicos
que alumbran en esta parte del mundo para redimir a los infelices y condenar a los malvados.
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