LA GRAVE ALARMA SOCIAL
A propósito de ciertos temas de
actualidad en el orden judicial y de la diversidad de opiniones que se han
vertido en los medios, quiero formular algunas consideraciones relativas a la
prisión preventiva cuando ésta se decreta en función de la “grave alarma
social” prevista en la ley. No es mi propósito polemizar ni criticar decisiones
judiciales que no conozco en sus detalles, sino contribuir con un enfoque
estrictamente jurídico, aunque modesto, a preservar el bien
superior de la libertad del hombre.
Porque ése es el gran tema: la libertad del hombre.
La “grave
alarma social” apareció con la ley nº 15.859 del 11 de marzo de 1987, que
acabó de una buena vez en este país con la prisión preventiva preceptiva,
inherente a cualquier procesamiento y que desde tiempo inmemorial se aplicaba
en nuestro proceso penal. Ahora, la prisión preventiva pasaba a ser la
excepción y no la regla, tratándose de delitos en los que presumiblemente no
habría de recaer pena de penitenciaría. Se daba un paso enorme en favor de la
libertad del hombre y se ponía nuestra legislación a la par de la existente en
la mayoría de los países y con lo que ya disponía el
Pacto de San José de Costa Rica (art.
9, nº 3). Más que un paso, se estaba dando un verdadero salto. Impresionado por
ello, el Poder Ejecutivo de la época (Sanguinetti-Adela Reta) se negó a
promulgar la ley, operándose la promulgación automática prevista en el art. 144
de la Constitución.
La ley, como se
sabe, se debió a una proyecto del senador Esc. Dardo Ortiz, el cual tuvo
algunas modificaciones en la Comisión de Constitución y Legislación del Senado,
pero manteniéndose en lo esencial. Y una de esas modificaciones fue la
introducción del concepto de “grave alarma social” referida al delito (“o se
trate de un delito que cause grave alarma social”). Abreviando, después de
pasar por Diputados, el proyecto es sancionado con una variante
importante en este orden: ya no
es el delito el que cause la grave alarma social, sino “el hecho que se le
imputa hubiere causado o pudiere causar, a juicio del magistrado, grave alarma
social”. Con lo que el panorama cambia radicalmente.
Toda esta pequeña
historia viene a cuento a propósito de la frecuencia con que se oye decir
y se lee en los medios, que fue el delito
el que causó grave alarma social y por ello se le aplica al procesado la
prisión preventiva. Y esto es un gravísimo error que, en una mala jugada del
inconsciente, quizás haya podido ser la justificación de la prisión
aplicada. Porque el “hecho” es un dato de la realidad, un fenómeno que se da en
el mundo exterior de las percepciones sensoriales. En cambio, el“delito” es una abstracción jurídica que
pertenece al mundo de los conceptos. Por eso, la grave alarma social es
siempre concomitante con la ejecución del hecho o se produce inmediatamente
después. Sería muy difícil, por el contrario,
imaginar un hecho que la causare en el futuro, como autoriza la ley a
suponer. Por ello, el delito es insusceptible de causar por sí mismo ningún
tipo de alarma, toda vez que es una mera calificación
jurídica, necesariamente
posterior al hecho.
En concreto, el “hecho” es
aquel fenómeno de la realidad que consta en el auto de procesamiento y cuya
comisión se imputa a una persona determinada. A ese hecho debe atenerse el juez
para la eventual aplicación del concepto de grave alarma social, en estricto
cumplimiento de la ley. Ahora bien, como el juez no sabe qué es la grave alarma
social porque la ley no lo dice –y
además, no lo podría decir porque es de definición imposible -debe crearla en
su mente, a falta incluso de estándares legales a los cuales recurrir. Se
configura así un fenómeno
psicológicamente puro, perteneciente a la subjetividad de cada uno. Es la
convicción moral misma. Y como ella no puede salir al exterior, no puede
expresarse por medio del raciocinio, la aplicación del aquel concepto tampoco
permitiría, eventualmente, prueba en
contrario. La convicción moral es eso: condeno porque me parece culpable o
absuelvo porque me parece inocente.
Se ingresa así en un
ámbito psicológico y hasta temperamental de difícil previsión en sus
consecuencias, toda vez que en definitiva serán las inclinaciones naturales de
cada espíritu las que decidirán sobre la libertad del hombre. Sin olvidar que
el concepto no surge del cuadro probatorio del proceso, encaminado solamente a
determinar la responsabilidad del agente por los hechos que se le imputan. El
resultado puede ser un auto de procesamiento de doble contenido, poco explorado
en sus consecuencias: un componente de derecho, constituido por la
calificación jurídica del hecho (delito) y un componente de conciencia,
constituido por la prisión preventiva (grave alarma social). Con la
particularidad de que por este último, el auto no admitiría recurso alguno,
toda vez que un juicio que emana sólo de la conciencia no ofrece razones en su
favor, ni las puede haber en su contra (es el “juicio del magistrado”).
Una vez más, serán las luces y la prudencia
del magistrado las que decidirán en cada caso sobre aquella libertad. Intenso
drama de la conciencia moral que, en su final, no admite réplica posible. Pero
reagita en el orden de las ideas, las diversidades que pueden generar el
determinismo psicológico, por un lado y la filosofía de la libertad, por otro.
El tema, como se ve, va mucho más allá del caso concreto y abre ancho cauce para la perplejidad y la
meditación.
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