PROCESO ACUSATORIO Y PUBLICIDAD
Con
más desaciertos de lo esperado, propios de la novedad -y de la novelería
también- inició su andadura el proceso
penal acusatorio, tan ansiado y alabado por algunos sectores de opinión. Con un
Código carente de unidad orgánica por
las sucesivas e interminables modificaciones que tuvo hasta el mismo momento de expirar el
anterior período parlamentario –incluyendo los descuentos, diríamos en términos
deportivos- no podía esperarse otra cosa.
Entre las novedades que trajo el nuevo
sistema destaco, en mi sentir, el carácter público del proceso penal, garantía
suprema de de toda persona cuando es llamada a comparecer ante un
tribunal penal, por oposición a aquel anterior, cerrado a cal y canto a toda
exposición pública. Ahora la sala de
audiencias –y esto de “sala de audiencias” es una generosidad del lenguaje, porque
realmente dan pena- está ventilada con las puertas abiertas; antes, en el
despacho del juez donde muchas ignominias se consumaron, el ambiente era
tóxico.
Sintéticamente, la publicidad es la
posibilidad que tiene el público en general de acceder directamente y de
inmediato al desarrollo de un proceso penal o de hacerlo indirectamente a través
de los medios de información presentes en él. Es garantía porque impide que el
Estado, siempre omnipotente, introduzca sus tentáculos en el ámbito
jurisdiccional sin ser visto y también porque siega de plano toda posibilidad
de que jueces y fiscales perviertan su deber de imparcialidad, hipótesis
infrecuente, aunque encubierta por especiosos argumentos jurídicos cuando se ha
dado. Ante los ojos escrutadores del pueblo caen las tentaciones totalitarias
del poder que todo lo avasalla, aún en los sistemas que posan de democráticos y
republicanos.
Esta breve introducción viene a cuento a
propósito del muy difundido caso del sindicalista argentino Marcelo Balcedo y
su mujer, imputados por la justicia uruguaya. Todo el mundo pudo ver cómo las
cámaras de televisión, deambulando a voluntad dentro del recinto judicial,
tomaban en un primer plano total, sin ángulos desperdiciados, los rostros de
ambas personas. Así se vio a uno tratando de desviar su vista, en vano intento,
de la lente que lo acosaba. La otra, optó por enfrentarla en actitud inexpresiva
y resignada ante lo inevitable de la
situación. En mi sentir, un espectáculo lamentable, muy lamentable.
En esta orden, creo que los impulsores
del proceso acusatorio se han lanzado al vacio sin ninguna previsión, ignorando
que la presencia de la televisión en las salas de audiencia, actuando en forma
irrestricta, compromete gravemente derechos fundamentales del sujeto procesado,
al caso, la presunción de inocencia, el derecho a la privacidad y a su propia imagen.
Al mismo tiempo, puede perturbar el
sosiego que requiere un juicio donde la oralidad es el único medio de
comunicación entre el juez y las partes que controvierten.
Si la presunción de inocencia supone
tratar al procesado como si fuera inocente,
es porque aún no fue declarado culpable y podría no llegar a serlo nunca.
Entonces, cualquier acto del proceso que altere o desconozca ese estado de
inocencia o permita que de algún modo otros lo hagan, caso de la televisión,
viola groseramente un derecho fundamental del individuo, consagrado en el art. 11
de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, (UN, dicbre. de l948): “Toda persona acusada de delito tiene derecho
a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a
la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantía
necesarias para su defensa”. Más claro, imposible.
Porque bien sabido es que la
subjetividad en las tomas televisivas o la selección sesgada de las ya tomadas
pueden alterar drásticamente la realidad, proyectando sensaciones distintas en
el espectador. El caso que comento de
los dos argentinos imputados es emblemático en este sentido: del escenario
propio de una sala de audiencias, solo se tomaron sus rostros. Y fue noticia
internacional.
Entonces, hay que evitar que la
presunción de inocencia caiga ante la inculpación pública, propia de una
difusión televisiva mal presentada. Alain Minc, que ha tratado con agudeza esta
interacción entre Medios y Justicia, decía rotundamente: “Y es que la inculpación pública equivale a un juicio. La presunción de
inocencia desaparece y el verdadero juicio en primera instancia se asemeja a un
veredicto de la opinión pública…” Pero esta tendencia no proporciona un nivel
jurisdiccional suplementario para mayor protección de los encausados, porque el
primer juicio, el de la opinión pública, equivale siempre a una condena” (“La
Borrachera Democrática”).
Creo que el tema tiene una gravedad
innegable y justificaría ampliamente una reglamentación por la Suprema Corte en
su carácter de órgano rector de los procesos, tal como ya se ha hecho en otros
países que tienen años de experiencia al respecto. Por ej., dónde se han de
ubicar las cámaras, si lo harán desde un punto fijo, si solo podrán tomar un
plano general, como generalmente se acepta; si se prohibirá la toma frontal de
los imputados, si las cámaras deberán ingresar al recinto antes del comienzo
del juicio o podrán hacerlo en cualquier momento, con las interrupciones
consiguientes, etc.
Siempre ha de ser bienvenida, aunque no
suficiente, toda contribución que apunte a preservar los derechos fundamentales que amparan al
hombre en el proceso penal, allí donde la uruguayez triunfante
los sepultó más de una vez entre las cuatro paredes del “antiguo
régimen”, aquel donde juez y fiscal confraternizaban, actuando de consuno.
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