INTERCEPTACIÓN DE CONVERSACIONES
TELEFÓNICAS Y SU DIFUSIÓN
PÚBLICA
En medio de un rifirrafe de
proporciones épicas entre fiscales, jueces, policía y Ministerio del Interior,
el proceso penal acusatorio continúa su
marcha errática hacia lo desconocido, dejando ver grietas de todo tipo en la aplicación de ese
precipitado de improvisaciones que es el Código del Proceso Penal.
Particularmente, vemos cómo se van desvaneciendo las tan mentadas garantías del
nuevo proceso, presentadas por sus voceros más encumbrados como la conquista
suprema en favor de los imputados y de las víctimas del delito. Ahora sí
tendrían asegurados todos sus derechos, superado aquel largo período de
oscuridad y secretismo del “antiguo régimen”. Con el cual - dicho sea de paso- convivieron
alegremente muchos de quienes hoy son sus
adoradores.
Vemos a diario cómo, en un país donde
la Justicia prohíbe la publicación de nombres y fotografías de personas
requeridas por la comisión de hechos
delictivos, la televisión tiene “barra libre” para incursionar en los recintos
judiciales. Y así, el mismo día en que ellas comparecen en la primera audiencia
del proceso, los avances informativos ya
los están mostrando en tomas frontales, aún antes de que el acto comience,
cuando la presunción de inocencia es total y el derecho a la intimidad y al trato
digno debieran asegurarles su indemnidad
moral, a cubierto del menosprecio público. A eso le llaman publicidad.
En este orden, sorpresivamente, una
nueva cuenta se agregaba al rosario y fue a propósito de la denuncia que el
Fiscal de Corte y Procurador General de la Nación y también Fiscal General de la Nación
–que ambas cosas es a la vez- presentó contra un abogado en ejercicio, todo con
gran repercusión mediática, tal como se estila por esos lados. La prueba
incriminatoria presentada por el Fiscal General
fue el registro de una conversación telefónica privada que el denunciado
tuvo con terceras personas, interceptada y registrada por orden de la
Justicia. No obstante, la audiencia de
formalización se frustró por un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por
los abogados del denunciado. Hasta aquí, nada anormal.
Pero al día siguiente, todo el mundo
pudo enterarse del contenido de esa conversación telefónica a través de la
difusión del audio por radio y televisión. Y esto es algo que debiera preocupar
seriamente por la grave ilicitud que
comporta. Porque si la fiscalía
debe “transcribir” el registro de las
llamadas interceptadas en el acta correspondiente como lo dispone el artículo
209.2 del CPP, cumplido lo cual, su misión es “conservar los originales”, no se
advierte cómo pudo llegar el audio a la difusión pública.
Creo que el punto merecería de las
autoridades un tratamiento más severo que prevenga estos desvíos del rigor
procesal, habida cuenta de que estamos en los lindes de una intromisión
indebida del poder del Estado. Porque las conversaciones telefónicas privadas,
lo mismo que el hogar donde vivimos, son el último reducto de nuestra
intimidad, calificados de “inviolables”
por el texto constitucional, en giro que evoca con precisión admirable
la intensidad de la prohibición que proclama.
En mi sentir, una conversación
telefónica privada, por el hecho de haber sido interceptada con autorización
judicial, no deja de ser tan privada como antes. Solo que, para el caso
concreto y únicamente para él, esa
calidad cede momentáneamente. Pero ello no autoriza, al amparo de la publicidad
del sistema, a exponerla a la
intemperie de los cuatro vientos, allí donde el juicio de la opinión pública
suele condenar antes de que las resultancias del proceso se conozcan, con el daño consiguiente.
Mal, muy mal van las cosas por esos
habitáculos de cuatro por tres y medio, donde las partes se apiñan por
conseguir un lugar en las dos mesitas disponibles y el público, displicentemente, se recuesta sobre las paredes laterales, teniendo a un palmo
de distancia la cabeza de los actores. Cuadro bastante exótico, por cierto, que
ya ambientó que la víctima en un caso concreto le asestara un cachetazo a la
defensora de oficio.
Podríamos terminar con aquella frase
que una vez se le escapó al presidente Menen: “Estamos mal, pero vamos bien”.
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