miércoles, 27 de julio de 2016

EL CAMBIO EN LA PRESIDENCIA DEL MERCOSUR

     La transferencia de la presidencia del Consejo del Mercado Común, que debe pasar de Uruguay a Venezuela, ha dado lugar a una situación más o menos  esperpéntica, con una tergiversación deliberada de la realidad por sus mismos protagonistas, en función de intereses puramente políticos.

     Sobre el tema propiamente dicho de la transferencia de la presidencia como acto jurídico, se ha armado un verdadero rifirrafe: el gobierno uruguayo ha dicho reiteradamente por boca de su canciller que su decisión es “entregar la presidencia a Venezuela”, es decir, “traspasarla” según el mismo vocabulario oficial. Sería también, en el mismo sentir, lo jurídicamente correcto, tal como lo disponen los tratados vigentes.

     En la posición opuesta se encontraría el gobierno de Venezuela según lo expresara su pintoresca canciller cuando  apareció sin previo aviso en Montevideo y descargó munición gruesa sobre Brasil  y Paraguay al mejor estilo “maduriano”, provocando el desbande de los cancilleres que por aquí estaban, prontos para reunirse. Según esta posición, la presidencia se transfiere por el solo cumplimiento del plazo semestral, sin que sea necesaria la reunión  del Consejo ni la aquiescencia de sus integrantes.

      Una percepción más atenta del caso, lejos de la improvisación propia del momento televisivo, nos permitiría discernir de qué cosa estamos hablando.  Como la normativa aplicable (12 de Asunción y 5 de Ouro Preto) no dice cómo se hará ese cambio semestral de la presidencia, la ausencia debe superarse aplicando en lo pertinente la teoría  kelseniana del derecho: cualquier  interpretación conducente al fin indicado debiera tenerse por válida, sin excluir a ninguna que apunte a igual término. No hay ni laguna ni vacío legal, simplemente ausencia de legislación al respecto.

       En este caso, los precedentes abonan el procedimiento de “trasmitir” o “transferir” la presidencia mediante  un acto formal del Consejo del Mercado Común, con la presencia de todos sus miembros, requisito éste sin la cual no podría funcionar válidamente. De ahí la insistencia de Uruguay en reunirlo cuanto antes para sacarse de encima un asunto que, dicho sea de paso, le está quemando las manos, como le queman las manos todos los  vinculados a Venezuela, los cuales se tratan con una asepsia política que ya avergüenza por reiterada y temerosa.

     Así las cosas, es fácil advertir que se trata  de cumplir con un acto de investidura, el cual “supone” la necesidad de su realización para que los derechos y obligaciones que  son propios de determinados cargos, oficiales o no, adquieran efectividad. Son formalidades o protocolos más o menos simbólicos, que se confunden con la toma de posesión y que encuentran su origen en usos y tradiciones fundacionales.

     Al respecto, hay abundantes ejemplos en todos los órdenes,  siendo el más espectacular de ellos  el llamado “trasmisión del mando”, cuando después que jurar ante la Asamblea General, el presidente electo recibe la banda presidencial de su par saliente. De los pocos de imposición legal está la investidura de los empleados públicos, dispuesta por el art. 18 de la ley 11.923 de marzo de 1953.

    En suma, los protagonistas del caso “suponen” que debe existir alguna ceremonia o acto protocolar donde se “transfiera” la presidencia al cabo del semestre, aunque ninguna norma disponga  su realización. Lo importante en estos casos no reside en quien tiene que entregar  la presidencia, sino en quien debe recibirla por derecho propio.

    En el ejemplo anterior, bastaría que el presidente saliente no asistiera a esa “trasmisión” para que el entrante se quedara sin asumir, hipótesis heroica que demuestra lo prescindible del acto y hasta lo variado que puede resultar cuando ciertas hostilidades obstan a su  realización. Tal como sucedió en Argentina, al recibir Mauricio Macri  los atributos del mando de parte del presidente provisional del senado cuando  Cristina Fernández se negó a cumplir tal ceremonia.

    En el caso que nos ocupa bastaría la sola voluntad de asumir la presidencia y la constancia de que el nuevo  titular tomó el ejercicio efectivo del cargo, para que el nuevo semestre empiece a correr.  Las hipótesis pueden ser varias como ya quedó dicho, salvo que se entienda que los precedentes obligan en orden a lo políticamente correcto, que parece ser  la idea que asoma detrás de quienes pugnan por una reunión.

    Para finalizar, una variación sobre el mismo tema para referirme a la posición uruguaya para justificar la necesidad de entregar la presidencia, no obstante los insalvables reparos que merece el gobierno venezolano en orden a su funcionamiento democrático. En este sentido la realidad agobia con sus probanzas y causan estupor y hasta indignación por cuanto tienen de menosprecio a la inteligencia ajena, los argumentos oficiales, siempre complacientes con el gobierno venezolano.

    De la farragosa literatura oficial que se ha visto en estos días, rescato dos argumentos fundamentales: en Venezuela “hay un gobierno legítimo” y “no hubo quiebre institucional”, afirmaciones que sorprenden por su falsedad intrínseca y que también desmerecen por la penosa realidad que trasuntan, de miedo a despertar la ira siempre pronta a estallar del presidente Maduro. De la cual  el gobierno uruguayo ya recibió un “adelanto” con el vocabulario de patio con el que  la inefable  canciller  venezolana les cayó a Brasil y Paraguay en su reciente paso por Montevideo. 


     Del palabrerío insustancial con que el canciller trata de justificar esa posición complaciente del gobierno respecto de Venezuela, debe rescatarse su retorno al imperio del Derecho: “lo jurídico debe prevalecer sobre lo político” ha dicho reiteradamente. Lo opuesto de lo que expresó  con su voto cuando el canciller Almagro fue interpelado por la vergonzosa suspensión del  Paraguay: allí cohonestó sin reservas la explicación de Mujica para consumar el atropello: “lo político superó ampliamente a lo jurídico”. Entre tantas claudicaciones, algo para rescatar.

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