Si tuviera que expresarlo en sentido figurado, diría que Luis Lacalle Pou le cambió la faz a la presidencia de la república, realidad absolutamente incontrovertible por su notoriedad. Es que el país asistió repentinamente a un cambio abrupto y casi desconocido en el ejercicio de la primera magistratura. Hoy tenemos a un hombre joven, dinámico, estudioso y bien informado, de expresión fluida y segura, entregado enteramente a su función, para cuyo cumplimiento no existen horarios y en contacto permanente con la población.
Todo lo cual contrasta notoriamente
con el pasado reciente que, refugiado en sus mayorías parlamentarias absolutas
que todo lo consentían, generó un producto sin destellos, apenas visible una
vez por semana y sin contacto alguno con los medios informativos. Y donde el hoy
habitual “pregunten” de Lacalle Pou a la prensa hubiera resultado una
profanación del silencio reinante en la Torre Ejecutiva.
Pero la cualidad más distintiva de la
personalidad del presidente Lacalle Pou es la calma que exhibe en sus
expresiones públicas, cualesquiera sean los temas o las circunstancias en que
las pronuncia. Esa tranquilidad de ánimo es una rara virtud en política, allí
donde la salida de tono, el exabrupto y la descalificación del adversario
suelen ser recursos de uso cotidiano y hasta festejados cuando la grosería
asoma.
En la antítesis de la demagogia,
Lacalle Pou persuade cuando habla por la forma respetuosa e inteligente con que
se expresa, desandando el viejo camino de la complacencia con los que más
gritan y de quienes, invocando las consabidas “políticas sociales”, encontraban
en el “compañerismo” de causa las respuestas generosas a sus demandas.
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