martes, 13 de mayo de 2014

DENUNCIAS ANÓNIMAS. SU ABSOLUTA INVALIDEZ

        LAS DENUNCIAS ANÓNIMAS. SU ABSOLUTA                                                    INVALIDEZ    

             Ciertas informaciones de prensa que han circulado últimamente, algunas de ellas transcribiendo opiniones de los propios jueces, dan cuenta del incremento que han tenido ante los juzgados penales las denuncias anónimas. Incluso un caso de gran notoriedad que se tramita ante uno de los juzgados del nombre horroroso (“el crimen organizado”: Chicago, O’Bannion, Capone, olor a pólvora de ametralladoras disparadas desde un auto en movimiento en las sombras de la noche) y que involucró a un alto oficial de la Armada, habría tenido su origen en una denuncia anónima.

     Esos mismos jueces hablan de “avalanchas” de mensajes anónimos y que “han empezado a llover anónimos”, todo los cual confirmaría que estamos ante una verdadera exaltación del anónimo, elevado a la categoría de medio idóneo para investigar la vida de las personas y en su caso, ponerlas en prisión preventiva por la “gravedad de los hechos”, “la prueba por diligenciar” y demás versificación por el estilo.

    Abreviando bastante, el tema podría analizarse desde dos ángulos distintos: el ético, por un lado y el jurídico, por otro. Desde el primero y salvo que vivamos en un mundo de miserables, ha de partirse de un supuesto moral que para mí tiene el valor de una categoría: el anónimo debe ser el escalón más bajo en la degradación humana, el acto más vil y despreciable que pueda cometer una persona. Y esto es así porque el potencial destructivo del anónimo, con su carga deletérea y pérfida, no reconoce límites: puede arruinar para siempre la honra de una persona, su vida laboral, su entorno social, puede destruir una familia, deshacer un hogar, crear enemistades corporativas, políticas y sociales y así hasta el infinito.

    En tanto los fuertes encuentran en la valentía su escudo para andar por la vida, los cobardes lo encuentran en el anónimo. Descargan así toda la vileza de que son capaces, a falta de coraje y dignidad para identificarse.

     Por eso sorprende asistir a esta apoteosis del anónimo que se vive en nuestros estrados, con anuncios a diario de que hay más denuncias anónimas por diligenciar y que se está en la etapa de su averiguación preliminar, por supuesto secreta, bien secreta, totalmente secreta. Con ello, además, la relación entre los hombres se puede deteriorar hasta un punto sin retorno, suprimidas la amistad, la sinceridad y el trato franco entre las personas, ya colegas y compañeros, superiores y subordinados, en tanto todos recelarán de todos ante la delación del cobarde que estará allí, esperando agazapada. A eso se puede llegar si se sigue exaltando como un “bien a la patria” la denuncia anónima.

     Ante este panorama, vale la pena preguntarse ¿quién podría sentirse libre de las salpicaduras del camino, seguro de que su nombre no aparecerá en letra impresa en un sobre cerrado, víctima innecesaria de la perfidia ajena, si los jueces están diciendo “venid y denunciad sin identificaros que el resto lo haré yo”? Y ya que los penalistas doctos gustan discutir sobre sistemas acusatorios e inquisitivos como si se tratara de blanco y negro, es bueno recordar que la denuncia anónima y la delación eran el manjar de los inquisidores para infligir, mediante el tormento, sufrimientos indecibles a los infortunados que caían en sus manos. Sustituyamos tormento por prisión preventiva aplicada “ad líbitum” y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

      El Derecho, por su lado, ha excluido desde vieja data al anónimo como medio apto para denunciar un delito. El anterior Código de Instrucción Criminal, decía en forma terminante: “No se admitirá ninguna denuncia anónima, cualquiera que sea la naturaleza e importancia del crimen o delito denunciado” Y el actual Código del Proceso Penal, obra de la dictadura, repite el mismo concepto, en transcripción que abrevio: “La denuncia escrita deberá ser firmada por quien la formula...”. “La denuncia verbal se extenderá por la autoridad que la recibiere en acta que firmará el denunciante...” “En todos los casos de denuncia, el funcionario comprobará la identidad del denunciante...”  

     No obstante la contundencia histórica de los textos citados, se han abierto algunos flancos, que sería largo explicar, al amparo de esta simplificación de comarca: “si nos llega una denuncia, tenemos que investigar, no la podemos desconocer”, con lo cual arramblamos de un tirón las severas exigencias de la ley procesal sobre la identificación del denunciante. Viene después lo de “razonable”, “indicios de seriedad” y todo lo demás, que se acopla a lo anterior para dar curso a las denuncias anónimas y justificar así este festival de procesamientos que, con inocultable fruición, se anuncia desde los estrados judiciales.

     Así las cosas, desconsuela pensar que el triunfo sobre el delito va dejando  por el camino jirones de legalidad, toda vez que “la lucha contra la corrupción” y “los derechos humanos” constituyen un seguro pasaporte a la vocinglería popular, esa misma que pide cárcel antes del procesamiento porque no puede pedir la horca. Y que va desapareciendo aquel espíritu de justicia, severo y delicado a la vez que, metafóricamente hablando, sabía comprender, con la caricia invisible del silencio, el dolor de la caída.

    

                                                                               





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