viernes, 9 de mayo de 2014

DERECHO A NO AUTOINCRIMINARSE. NO EXISTE EL DEBER MORAL DE RECORDAR LOS HECHOS

                                       
            
Casi medieval en su funcionamiento, lindando algunas veces con los juicios de Dios donde el acusado debía probar su inocencia, secreto y reservado, cerrado a cal y canto a toda publicidad, a contramano de la modernidad y los pactos internacionales y elaborado por una dictadura, es el proceso penal uruguayo el instrumento del cual se sirve nuestra democracia para negar las más elementales garantías procesales, incluso en aquellos juicios que proclaman defender los derechos humanos,  mediante el encarcelamiento de sus violadores!

    Vayamos al grano. Por ejemplo, una expresión que ha sido reiteradamente transcripta en la prensa es lo que  la sentencia  denomina “escudo de silencio” (“pacto de silencio” para el dictamen fiscal), al parecer piedra angular del procesamiento y motivo de visible irritación en quienes lo proyectaron. Concretamente, el reiterado “no tengo conocimiento” de los testigos o imputados (vaya uno a saber cuándo una persona es una cosa y cuándo es otra) sería, en esencia, el contenido principal de ese escudo del silencio. Bien analizado, con el ánimo sereno y sin partido tomado, es fácil advertir que en este aspecto la sentencia arremete contra un principio fundamental, universalmente aceptado por las principales legislaciones del mundo y los tratados internacionales: el derecho a no incriminarse y que en nuestro país es  absolutamente desconocido por la norma positiva y más aún, si algún hálito de vida tuviera, por la misma rutina procesal de todos los días. Sinceramente, a uno se le aflojan las piernas cuando tiene que leer estas cosas, a contramano de la garantía universal que desde 1791 alumbró al mundo  la 5ª. Enmienda a la Constitución Federal de los EE.UU., hasta la Constitución española de 1978.

    Es bueno recordar al respecto que el derecho a no incriminarse es bastante más que el derecho a guardar silencio, aunque a veces puedan confundirse. Todo arranca de un principio fundamental, imposible de desconocer o soslayar en el proceso penal: la presunción de inocencia. En virtud de esa presunción, la persona o ser humano –que bueno es recordarlo, somos todos- tiene el derecho a no colaborar con su propia condena ni tampoco aportar información al proceso, toda vez que esté en situación potencialmente probable de terminar procesado. Incluso el simple testigo, aquél sobre el cual no existe probabilidad, pero si la posibilidad de ser incriminado, también está amparado por la garantía de la no autoincriminación. Claro, en nuestro país esto suena a música celestial; pero es derecho constitucional en la primera democracia del mundo desde la sanción de la 5ª. Enmienda y en otros países que evolucionaron en ese sentido, incluyendo a algunos latinoamericanos para vergüenza de la República Oriental. En estos sistemas, nadie está obligado a declarar y menos hacerlo en su contra.

     Una de las modalidades del principio de la no autoincriminación es el derecho a guardar silencio, que no es sólo no contestar cuando uno es interrogado, sino también contestar con respuesta rotundamente negativas: “no lo sé”, “no conozco”, “nunca estuve ahí”, etc. Y esto es así porque la presunción de inocencia desplaza la carga probatoria hacia el Estado, representado por el juez y el acusador público. Pero además, tiene un corolario importantísimo, que es su natural consecuencia: el ejercicio del derecho a la no incriminación manifestado a través del silencio no puede constituir en ningún caso presunción en  contra de la persona examinada.

    Porque quien hace uso de un derecho como garantía de su libertad, no puede al mismo tiempo crear presunciones en su contra por ese mismo ejercicio, ni éste puede ser calificado por aquellos como una maniobra de ocultamiento de la verdad. El silencio tiene hoy un carácter neutro, larga y felizmente  superada a favor de la libertad del hombre la inicua presunción de los procesos antiguos en los cuales el silencio era la antesala de la condena. De ahí el aborrecible “quien calla otorga”, que algún autor, en conmovedora imagen, encontró como fundamento de la condena de Jesús ante el romano que lo interrogaba: “¿No contestas nada? Mira de cuantas cosas te acusan”. Pero Jesús ya no respondió más...” (Mc. 15, 2).

    De este modo, lejos de constituir un “escudo de silencio”, el derecho a la no incriminación, es exactamente lo contrario: un verdadero escudo defensivo constituido por un haz de derechos y garantías que el progreso jurídico ha tiempo grabó con letra indeleble en la Constitución,  en la Ley y en los Tratados internacionales para defender  la libertad del hombre de la omnipotencia del Estado. Menos aún podría ser motivo de irritación para quienes tienen justamente el deber de velar por su efectivo cumplimiento.

     No obstante  y siempre ateniéndonos a las trascripciones parciales,  la sentencia parece colocar por encima de aquel derecho otro supuestamente superior. Ya no se trataría “exclusivamente de un derecho a conocer, a buscar la verdad, como actividad humana, sino el deber de todos de recordar lo acontecido como obligación ética”. A este respecto, dos puntualizaciones. 

     Primera: el derecho a la no autoincriminación se sobrepone al designio de llegar a la verdad de los hechos, que corresponde al Estado por aplicación del principio de la presunción de inocencia. Prestigiosas voces califican de incompatible el derecho a guardar silencio con la obligación de veracidad puesta a cargo del imputado cuando decide declarar, toda vez que deben aceptarse sus respuestas y opiniones tal como los da. Por eso se le interroga sin promesa ni juramento de decir verdad.

    Segunda: ubicar ese supuesto derecho-deber de recordar lo acontecido en el ámbito de las obligaciones éticas, es la manera más rotunda de  negarle toda validez jurídica. Hace ya largo rato que Kelsen demostró con el rigor de una ecuación matemática que la moral como expresión ética de la conducta humana es cosa perfectamente separable del derecho como ciencia. Precisamente, su gran mérito fue depurar a ésta de todo elemento ideológico, separándola de cualquier noción trascendente. Y la obligación moral, que al contrario de la jurídica, no tiene sanción, es pura ideología cuando se pretende introducirla en el mundo normativo del derecho. “Una norma moral existe para el individuo sólo en tanto cuanto él mismo la crea y se somete a ella”.  Por eso  la moral es autónoma, porque la crea el individuo y por su cumplimiento  responde ante su propia conciencia. Entonces, ¿cómo una obligación ética podría servir de fundamento de una imputación jurídica, en este caso, penal?  Y más grave aún: ¿puede la Justicia procesar a los ciudadanos de este país por el incumplimiento de obligaciones éticas, con cárcel y todo? Así las cosas, una decisión judicial que procediera de esa manera sería pura ideología, pero no derecho, aunque aparentara serlo. Un verdadero falseamiento jurídico sujeto a todas las acciones revocatorias y anulatorias posibles.

    Una última apostilla sobre los textos citados y está referida al fundamento de la prisión preventiva: “se funda en la naturaleza y gravedad de los hechos inicialmente imputados y en su repercusión en el medio social”. Parece mentira, pero seguimos por el camino errado, dejando librada la medida cautelar de pérdida de la libertad durante el proceso a una cuestión de conciencia o de convicción moral de los jueces, cuando existe una normativa clara y precisa que dispone cuándo no se aplicará y a contrario, cuándo es imperativo aplicarla. Son las leyes 15.859 y 16.058 y en ellas se menciona  se menciona “la naturaleza del hecho imputado” al único efecto de evaluar que el procesado no intentará sustraerse a la sujeción penal ni obstaculizar la marcha del proceso.

      En cuanto a “la gravedad” de los hechos, no existe ninguna pauta jurídica que indique cuándo un delito es grave y cuándo no lo es. Sería pura convicción moral, sin posibilidad de fundamento alguno. Y por contera, aparece toda una novedad: “la repercusión en el medio social”. Ya teníamos por ley  “la grave alarma social”, inescrutable realidad que hasta ahora nadie ha podido definir, pero que igual sirve para encarcelar a la gente. Ahora tendríamos a mano una especie distinta, “la repercusión en el medio social” que, necesariamente, debe ser algo diferente de aquella otra pues no son sinónimos. Pero en tanto aquélla debía ser “grave”, esta otra no necesita calificativo; es la repercusión social “ad libitum”, anidando en la conciencia de quien la proclama. ¡Buenas las tenemos a partir de ahora! Y otra vez la libertad del hombre sujeta al vaivén de la interpretación de los jueces, infeliz contribución en favor del determinismo psicológico ante la imparcialidad claudicante.

     Terminaré estas apostillas transcribiendo al eximio maestro que fue Adolfo Gelsi Bidart, hombre de impar autoridad intelectual en materia de derecho procesal. Refiriéndose a la prisión preventiva, de la cual fue su más tenaz detractor, decía el Dr. Gelsi: “En nuestro país, en la práctica, la prisión preventiva es una pena anticipada. En consecuencia, es una pena absolutamente inconstitucional. Ni alarma social ni ninguna otra cosa por el estilo. Este es un punto sobre el cual existe en los medios forenses, lamentablemente, una mentalidad acostumbrada a una violación constante de la Constitución –sin darse cuenta, naturalmente- que debe erradicarse en forma absoluta y total desde el comienzo. Cuando un juez entienda que procede la medida cautelar de privación de la libertad, deberá disponerla: 1) fundándola expresamente, de acuerdo a las circunstancias del caso y para prevenir alguno de los riesgos indicados; 2) estableciendo que cesará apenas desaparezcan éstos; en el caso de las pruebas, una vez diligenciadas las que corran peligro de perderse. Sin embargo, el peso de la práctica tradicional es tan grande  -así, junto al C. de Instrucción Criminal existió otro Código práctico que fue el realmente practicado y que se consolidó en el Código del Proceso Penal- que pensamos, desde el punto de vista de la eficacia, que sólo una ley que disponga lo contrario de lo que se ha hecho hasta el presente, conseguirá revertir el sentido de lo que viene actuándose desde 1830”.

    Lejos de alegrarme, la transcripción me apena  en cuanto refleja el atraso en que vivimos. Y aunque es más extensa, no sigo copiando porque, además, me da vergüenza, mucha vergüenza.

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