sábado, 10 de mayo de 2014

        LA SENTENCIA DE LA CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS
                                                 
                                                   EN EL CASO GELMAN

                         Algunas reflexiones de carácter general

   Guiado más por la curiosidad que por el interés particular en el tema, que lo tengo, pero ahora no viene al caso, me dispuse a leer la multicitada sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA en el caso Gelman, acuciado por los ecos de todo tipo que aún se prolongan en ciertos espíritus, pues intuía que en el orden político se trataba de algo parecido a lo que sucede con el Quijote, del cual todo el mundo habla sin haberlo leído. Fue así que me aboqué a su conocimiento para saber qué es, en sustancia, lo qué dijo tan alto Tribunal de justicia interamericano  y cómo lo dijo, que esto último también importa.

    Me engolfé entonces en la lectura de un documento que tiene 92 páginas impresas a doble espacio, dividido en 312 párrafos y  con 329 citas al pie de página, escritas con letra menuda éstas, algunas veces de extensión muy superior al propio texto, tanto que si hubieran estado incorporadas a él, la dimensión del documento bien podría haber sobrepasado largamente las 100 páginas. Tuve así una  vista panorámica de la sentencia, diría figuradamente, antes de proceder a  su lectura por inmersión. 

    Sin ser experto en la materia, pues muchos los hay a cuyas alturas difícilmente puede llegar el común de las gentes, expondré a continuación algunas conclusiones de carácter general, sin abordar, como ya dije, el fondo del asunto, propósito éste que podría llevar extensos desarrollos, muy lejanos de la sensación visual que pretendo trasmitir con este escrito, allí donde los jueces suelen poner interpretaciones eruditas y  algunos políticos su ignorancia, tal como si ésta fuera una virtud.

   En primer término, se trata de un documento muy extenso, demasiado extenso, extensísimo diría mejor, por momentos reiterativo y cargado de citas al pie de página que, en muchos casos, le hacen perder a uno el sentido de lo que venía leyendo en el texto. Pareciera que a medida que la Justicia sube en categoría o se internacionaliza, las sentencias aumentan en extensión, alcanzando su punto culminante en las que profiere el Tribunal de la Haya, donde la lectura oral y pública de los fallos suele llevar horas de expresión monocorde en boca de un juez togado y con peluca, que las lee sin pausas ni inflexiones, poniendo una nota de heroísmo en un auditorio resignado.

   Aquí pasa más o menos lo mismo y de seguro que leer de un tirón la mencionada sentencia sería un esfuerzo poco aprovechable sin una buena dosis de valor en el acometimiento y si no se interrumpiera cada tanto su lectura a los efectos de recomponer lo leído en términos de entendimiento. Y también para respirar un poco, como los nadadores después de la inmersión. De ahí que sea lógico presumir que sólo una minoría selecta y calificada, pero no excluyente, se habrá interesado en su lectura, quizá reservada por su naturaleza a juristas que se ocupan de estos temas, pero desconocida para quienes, paradójicamente, la mencionan a diario, en especial cierta clase política, empeñada en poner aquéllos como emblema de su razón de ser en el mundo.
   En segundo lugar, advierto cuánto ha progresado la justicia internacional en su invasión al ordenamiento jurídico de los Estados, relegando a una estatura liliputiense, metafóricamente hablando, preceptos constitucionales que hasta no hace mucho tiempo se tenían por inconmovibles. La irrupción vehemente de los derechos humanos en el escenario jurídico internacional hoy todo lo subordina con su ímpetu avasallante. 

   Así, la sentencia en comento en su condena al Estado uruguayo no sólo fija indemnizaciones, pago de honorarios y gastos, sino que ordena hacer actos públicos de reconocimiento de culpas, colocación de placas, seguir las investigaciones, encontrar restos humanos y reconocerlos, reformar la legislación, dar cursos de instrucción a los funcionarios judiciales y hacer modificaciones presupuestales a esos efectos. Y por si algo faltare, hasta  fija el tipo de cambio que se tomará para el pago de las primeras, que será el vigente el día anterior en la Bolsa de Nueva York, para el caso que se haga en moneda nacional. Todo un panorama, como podrá  verse.

   Claro está que mientras esto sucede en una mitad del mundo, en la otra mitad miles de personas padecen el oprobio del sojuzgamiento, el secuestro y la mutilación y la muerte misma en manos de regímenes despóticos o de guerrilleros sanguinarios, donde ya ni siquiera tiene sentido  hablar de violación de los derechos humanos, toda vez que ha largo rato que éstos salieron de circulación, tal como las monedas que con el tiempo pierden su valor. Hasta esos seres infelices no llegan los desvelos de los organismos internacionales que tutelan nuestros derechos, ni siquiera por una mera advertencia, con lo cual se comprueba una vez más cuánta duplicidad hay en quienes se dedican a pregonar estos temas, habitualmente levantados como bandera política, a falta de aquéllas que son creaciones del talento y de otras legítimas  superioridades.

   En definitiva y abreviando, un documento denso, no recomendable para impacientes ni para quienes se dejan ganar por el tedio a poco de empezar, pero muy apto para aquéllos que, con interés diverso, acostumbran a sacar conclusiones apresuradas poniendo fuera de contexto alguno de sus 321 parágrafos, como también de sus 329 citas, yendo éstas desde Eslovenia a Sudáfrica, pasando por la Confederación Suiza, Estados Unidos, Colombia y Guatemala, por mencionar algunas y que sin mayor esfuerzo hemos visto repetidas en más de una sentencia, tal como si su redactor las hubiera tomado de los textos originales.

  Como se ve, nada dejaron de lado ni librado al azar los seis hombres de Costa Rica en su pulsión condenatoria al Estado uruguayo, el cual, visiblemente, ha sobrepuesto la satisfacción de la acogida a lo que pudo ser, en rigor de derecho, el examen pulcro de su concordancia con la Constitución del país, por más pequeñita y mohína que ésta se vea actualmente ante los nuevos descubrimientos jurídicos que alumbran en esta parte del mundo para redimir a los infelices  y condenar a los malvados.



  

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